TU PROBLEMA TIENE MEDIACIÓN. CONCEPCIÓN GARCÍA MOYA
La mayoría de nosotros creemos que podemos cambiar lo que los demás piensan; de otro modo, no pasaríamos tanto tiempo en la vida dándole vueltas a “qué opinan los demás de nosotros” y tratando de mejorar su juicio sobre nuestra persona.
Quizá el único pensamiento que precisa ser cambiado es la creencia de que “los demás deberían pensar diferente”.
Querer tener razón es la enfermedad crónica de la humanidad, seguramente una de las causas que han enfrentado más a las personas, las naciones y las religiones organizadas del planeta.
La posesión de las personas por sus propias ideas es siempre una causa de sufrimiento. El problema, al consistir las creencias en “posesiones mentales” no visibles, ha sido buscar la solución a nuestras diferencias tratando de cambiar a los demás antes que examinar la causa real de los conflictos (la necesidad de tener razón).
En demasiadas ocasiones comprobamos cómo querer imponer nuestras razones y opiniones a los demás nos cuesta caro. Tal vez logremos desautorizar las ideas de alguien, pero al final acabamos con una razón más y un amigo menos.
¿Vale la pena? Seguramente no.
El resultado es que querer estar siempre en posesión de la verdad consume una gran cantidad de energía y tiempo que nos impide disfrutar de los demás y de la paz mental de saber que en el fondo todos tenemos nuestra propia lógica.
La perspectiva materialista o newtoniana del universo nos conduce acosificar todo con lo que entramos en contacto, ya sea algo material o inmaterial. Incluso lo no material, como un pensamiento, acaba tomando forma y se convierte en objeto de conflicto. Así, una idea o una creencia se acaban convirtiendo en una posesión, una propiedad, algo que debe ser defendido para que no perezca.
Tener opiniones es normal, también tener gustos y preferencias.
El libre pensamiento es una conquista humana, pero la libertad de opinión se convierte en una desventaja cuando las posiciones mentales impiden abrirse a nuevas perspectivas o puntos de vista que no concuerdan con las propias.
De hecho, los conflictos del mundo son tanto disputas por pertenencias materiales (cosas) como por posesiones inmateriales (ideales).
Todos mantenemos un diálogo interior que reafirma continuamente lo que creemos, y después nos pasamos la vida buscando personas y situaciones en las que encajen nuestras creencias para poder así reafirmarlas.
Cuando una creencia nos domina, llegamos a pensar que todo el mundo piensa, o debería pensar, lo mismo. Pero hay opiniones para todos los gustos, la diversidad construye el mundo, y aunque parezca extraño, hay personas que creen cosas muy diferentes a las que nos parecen normales. Ver las cosas desde distintas perspectivas no es fruto de un lavado de cerebro, sino de preferencias, cultura, contextos… Sin duda, aquellos que no esperan que todo el mundo esté de acuerdo con ellos gozan de una mayor tranquilidad mental, que es de lo que va la vida.
Dejar de identificarse con esa forma de pensar, cuestionarla, examinarla, soltarla, incluso sacrificarla, es el principio de la libertad o de cómo librarse de esta particular tiranía.
No reaccionar con hostilidad a las ideas de los demás es una de las maneras más sencillas de superar el apego a las propias.
Aceptar las ideas de otros es en realidad más sencillo de lo que parece. Basta con tener presente que aceptarlas no significa adoptarlas o validarlas (no significa estar de acuerdo). Es más bien aceptar que no entendemos a todo el mundo, ni que todo el mundo nos entenderá. Es más sencillo aceptarlos a ellos porque no hacerlo complica la vida de todos. Resistirse, negarlos, es luchar, y vivir así es verdaderamente muy, muy difícil.
Cuanto más apego tenemos a una creencia, más disgusto sentiremos cuando nos enfrentemos a las contrarias. Es fácil deducir que no es la idea del otro lo que nos causa molestia, sino nuestro rechazo a aceptar puntos de vista diferentes. No es su creencia el problema, sino nuestra posición contraria a ella.
Disponemos de una técnica para aceptar comportamiento y creencias ajenas, y se llama asertividad. Consiste en no reaccionar al pensamiento o comportamiento de los demás de forma vehemente, pero sí con autorrespeto y autoestima. Es decir, no adoptando una actitud defensiva o agresiva sino reafirmando y expresando la posición personal sin tratar de imponerla al otro.
Y una palabra final: escuche.
Escuchar con interés a las personas, aunque lo que digan esté en contra de la propia opinión, es la prueba máxima de la empatía, el respeto y la aceptación, claves todas ellas para la paz en el mundo. Escuchar a los demás les hace sentir valorados, entendidos, importantes.