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LA BITÁCORA DE BRAUDEL / JCPG

Habría que vivir en un país extranjero para comparar. Y no es el caso. No tengo nada de cosmopolitismo. Pegado al terruño sigo, pues. Pero las cosas se ven mejor con la perspectiva de la comparación; es una visión que enriquece, que contribuye a percibir debilidades, a aceptar la presencia de vectores de cierta virtud e incluso a identificar renqueantes mecanismos.

Aunque no dispongamos de la perspectiva comparativa real, la que proporciona el haber vivido en otro país; me refiero a un país democrático, occidental, vamos de eso que comúnmente se llama un país de nuestro entorno. A pesar de esto, la verdad es que llevamos años en los que unas elecciones en España adquieren un tono de dramatismo propio de un tiempo apocalíptico. Aquí se enfrentan opciones políticas como si ante sí estuviera un terrible campo de batalla. No habrá, afortunadamente, muertos reales, pero en este año quedarán muchos cadáveres por el camino. Cadáveres irreales, cadáveres políticos; guerras políticas. Serán las víctimas de una España que espera cambios, confiada en la buena voluntad de sus dirigentes; una España que contempla la resistencia al cambio de unos, mientras otros pugnan por realizar esos cambios. O quizás todo sea bastante más trivial y, aplicando esos jirones de pasado que llevamos cada españolito en nuestro escepticismo interno -en la línea del análisis de Villacañas, en aquella charla tan memorable de hace una semana-, quizás de lo que se trata de es de un simple, sencilla y compleja también lucha por el poder. ¿Qué ocurrirá con el poder en sus manos? ¿La transformación auténtica de las cosas? El alma escéptica del españolito conduce a pensar que las buenas intenciones quizás serán pronto suplantadas por los intereses, siempre con su corto plazo dedicado a llenar el bolsillo. Sí, quizás es esa veta de pasado que está en nuestra estructura psíquica; quizás es nuestro estilo antiguo de poder, pero también nuestro estilo antiguo del pensar.

En todo caso, ¿por qué tanto dramatismo? ¿No se trata de instalar el bien común en el frontispicio de acción política? ¿No se trata acaso de llegar a acuerdo, de consensuar que es lo mejor para todos?  Está claro que sí, pero los ciudadanos han perdido la fe en la política; aunque la realidad es que la movilización, que quizás hunde sus raíces en las movilizaciones populares contra el fenómeno de los crímenes etarras, es una movilización activa y decidida.

Me parece que el hombre contemporáneo ha perdido confianza en la idea de progreso; al mismo tiempo, ha emergido algo así como una sociedad del riesgo, que por su parte parece haber contribuido a fomentar la desconfianza de los ciudadanos. Pero también existe una dimensión auténticamente política que explica la pérdida de confianza. Me refiero a que, en la actualidad, es mucho más fácil para un ciudadano controlar el poder, forzarlo, hasta bloquearlo, que tratar de reformarlo para que sirva mejor al interés general. Da la impresión que ya no percibimos la posible rentabilidad comunitaria del derecho a ejercer el voto. Hay que tener mucho cuidado para no identificar a los ciudadanos con gente descreída y desmovilizada, es decir, desprovista de los más elementales rasgos de sentido comunitarista.

No nos confundamos, hay dos escenarios fundamentales de la actividad democrática. El primero es la vida electoral, que no es otra cosa que la vida política en el sentido más tradicional del término: su objetivo es organizar la confianza entre gobernantes y gobernados. Pero también existe otro escenario, constituido por el conjunto de las intervenciones ciudadanas frente a los poderes. Esto constituye otra faceta de acción pero también de organización ciudadana.. Esto significa que existen fórmulas alternativas de participación, formas que no se han querido ver hasta el momento, pero los ciudadanos las han instalado en la vida pública gracias a su empeño. Es la toma de las calles de forma casi asamblearia; un fenómeno que recuerda al juntismo de tantas etapas de la España contemporánea. Es decir, para lo que interesa, hay que reconocer que la pasividad popular parece haber concluido, al menos por ahora. A las elites dominantes debe quedarles esto claro: junto al pueblo elector, también existe un pueblo que está alerta. un pueblo que no tolera el abuso y la corrupción y un pueblo que controla.

Poca satisfacción existe ya en otorgar periódicamente la confianza en el momento de votar. Nos toca poner a prueba a nuestros gobernantes. La desconfianza tiene diferentes dimensiones. La primera es la vigilancia permanente; y por ser permanente corre el riesgo de ser agotadora y cansar, pero la situación requiere esta vigilancia. La segunda es una desconfianza crítica: los ciudadanos analizamos la acción de los gobernantes en las instituciones, de manera que se evita que la sociedad se duerma sobre una idea de la democracia pasiva y concebida como un mal menor. Aún creo que existe una tercera dimensión: el debate, pero el debate sosegado, con el fin de obtener consensos amplios con el objetivo de organizar el bien común.

El peligro reside en caer en el populismo estéril y destructor. No lo tenemos en España; espero que no lo tengamos nunca. El populismo significa en buena manera una crítica tan radical, y en cierto modo vacía, que estigmatiza a los hombres públicos, a los gobernantes, como si fueran el mismo enemigo, como un “otro” ajeno a la sociedad. Esto no tiene ningún horizonte: se basa en la destrucción de lo existente, en la condena de los políticos a los infiernos. El problema: que en estas cualquiera podría tomar el poder para ejercerlo sin querer abandonarlo por las buenas.

En Los Ruices, a 13 de mayo de 2015.

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