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LA BITÁCORA /JCPG

Yeso, piedra, madera, algún ladrillo más moderno. Todo derrumbado. Habrá que elaborar una historia del despoblado en esta comarca. Va camino de convertirse el despoblado en la esencia de esta tierra. Vestigios de un tiempo absolutamente distinto al de hoy

Las garbas de sarmientos se amontonaban en las bardas. Preparar abundantes sarmientos para pasar el invierno. Encender la estufa, darle mecha a la lumbre; con unas garbas de sarmientos es más fácil. Mientras, la escarcha, el frío invernal se asientan con parsimonia sobre el territorio. Ya llegará el mediodía que, en nuestra meseta y durante esos días y semanas anticiclónicos, proporciona un agradable calor en las intemperies. Luego, cuando pasan esas horas centrales hay que buscar el cobijo del hogar, con su lumbre y su estufa. Esos sarmientos en los que ensartamos las tajás, cuántos aromas juntos en algo tan simple; qué poca majestad en un boca tan repleto de sabores, sobre todo en esos inviernos de poda en los que enciendes la lumbre y te tumbas unos minutos al sol invernal.

Todo aquello es historia, de la cotidiana, de la vivida en el día a día. Aún acababa de morir Franco; ahora hemos comprobado que, a pesar de algunos, la losa que custodiaba sus huesos cumplió bien su labor; sigue muerto. A algunos les pesa. Tenía entonces 8 y sólo percibí lo que de vacaciones tenía la defunción; el resto de cosas se me escapaban.

Me vienen estas cosas a la memoria porque estoy en las ruinas de un pequeño caserío, en el que unos de sus últimos inquilinos presumía de su franquismo. Eran los primeros años ochenta, y la muerte del dictador era reciente; aún se respiraba en algunos rincones nostalgia y ciertas prevenciones. Le llamaré Manuel para dificultar su identificación; además, el hombre era buena gente; digamos que su franquismo, si es que existía en sentido estricto, no iba de los comentarios del tipo “esto o aquello no pasaba con Franco”. Comentarios cuya raíz se comprende en el contexto.

El contexto siempre es muy importante. Yo diría que es decisivo. Vivía modestamente Manuel; no tenía coche y era, como se decía, un mozo viejo. Se acercaba a hablar con mi padre de todo; diríase que de lo divino y de lo humano; ya dejó de respirar Antonio, le decía, mientras mi padre le obsequiaba con un comentario piadoso: cuídate tú, Manuel, que los inviernos son duros por aquí, y cuando viene el matacabras aún más. El matacabras siempre ha sido un viento letal en estas latitudes. El maldito matacabras está asociado a grandes pedriscos y grandes nevascos. No les gustaba el matacabras; sopló matacabras durante días aquel invierno de nieve abundante en que no se pudo enterrar al muerto en Pino Ramudo. Nadie olvida aquella anécdota. Los intransitables caminos impidieron el sepelio y, aún con nieves, tuvo que ser una escena dramática aquel carro con el ataúd del finado sobre sus tablas.

Siguen en pie, pero se respira ruina por todas partes.

La casa del mozo viejo está en el suelo. Montones de escombros es lo que hay en su lugar. Es verdad que quedan algunos muros, pero quizás no aguanten este invierno; unas lluvias y algo de viento fuerte y… Piedras, maderas de las viejas vigas de los techos y sobre todo mucho yeso. Después de todo el yeso lo tenían bien cerca. Rodeo la casa, me aproximo a un porche en el que aún ha entrado un tractor, y voy rodeando este caserío. La era queda más arriba, mirando hacia el Sureste.

Todo está abandonado ya. No hace muchos años, algo de estos edificios se utilizaba. El mundo moderno ha acabado con todo. No obstante, un árbol ha sido plantado al pie de la era. Y parece que va fructificando. Hay esperanza. Hay también mucho abandono. Pero alguien recuerda, alguien posee un hálito de cariño y emoción cuando se encuentra en torno a estas ruinas. El abandono, al menos, no es total.

Los despoblados van apareciendo sin hacer mucho ruido. Las ciudades aspiran a sus pobladores, los atraen a una supuesta miel. La succión es tan fuerte que la ruina va apoderándose de las viejas casas. Es entonces cuando la higuera que siempre proporcionó higos a los habitantes de la casa, el olmo generoso que prestaba su sombra, el almendro que el abuelo plantó en el corral, se apoderan del espacio. Es como una gran venganza de la naturaleza. La reconquista del espacio humano por el propiamente natural.

Siempre símbolo de esperanza. Un árbol al pie de la era. Alguien que no olvida.

A Manuel le hacía gracia que mi padre se empeñase en quitar la grama de la viña. No he visto hierba más difícil de erradicar. Allí donde arraiga, prueba las fuerzas de cualquiera. Eran los tiempos de la azada y cada año había que emplearse a fondo para eliminarla. Pero era algo temporal. Unas lluvias, y a brotar de nuevo.

Maldita grama. Ahí sigue, después de décadas.

Viejos muros de tosca, esa piedra que sale en los yesares. En las partes inferiores, sobre todo, alguna piedra más recia, más potente. El agua y el frío pronto darán cuenta de estos decrépitos muros.

Con el tiempo. Manuel me ha recordado, en su tosquedad como en su soledad, al protagonista de la obra de Delibes, con sus célebres palabras tan citadas por aquí y por allá.

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