LA BITÁCORA //JCPG
Requena (09/05/19)
Dos universos. Un territorio. El ser humano actual. Un gallinero provoca un sin Dios. Un juez sentencia que el gallinero, al superar en decibelios el sonido permitido en las garantistas leyes humanas, debe ser penalizado. Prima el derecho al descanso de las gentes que acuden al mundo rural a pasar unos días. Noticia sorprendente. Impacto garantizado, por lo extraño, por el protagonismo de las gallinas empeñadas en hacer ruido cada día. Sus cacareos carecen de medida y el juez ha tenido que poner orden. Hay que joderse con la naturaleza: obedece a pocas leyes y anda totalmente desbocada.
El dueño del gallinero no salía de su asombro. Echando mano de las nuevas tecnologías, ha difundido un video en el que se queja de la sentencia. Prima el derecho de los clientes del hotel rural al descanso, al no ruido, antes que un gallinero. Como hombre de su tiempo, ha preferido hablar, pero ante las nuevas tecnologías. Así nos hemos enterado de este disparate.
No sé dónde llegaremos con esto. Prohibir un gallinero. Evitar que el medio natural, que la vida real del campo, nos moleste, nos perturbe. El ser humano se convierte en uno de los seres más raros que pueblan este mundo. Dueño y señor, hace y deshace. Lucha también contra el ruido natural. No le basta con el rugido de sus coches, de las máquinas, con el ruido ambiental que ya de por sí puebla sus ciudades; es preciso, imprescindible, alejar a las gallinas. Porque le golpean los oídos; sus ruidos no tienen nada que ver con los melodiosos ruidos de las motos que rugen en cada semáforo.
El gallinero. La imagen misma del caos, de la anarquía. Una imagen cara a los seres humanos. Es posible que para las gallinas su gallinero no tenga apenas nada de caótico. Para la especie profesoral, decir gallinero es lo mismo que mentar el desorden y la falta de una norma que ordene el trabajo y el pensamiento. Quizás sí, pero sólo quizás. Mi experiencia infantil, en la que un gallinero ocupaba parte del corral y del porche en Los Ruices, me dice que la anarquía no era precisamente lo imperante en aquel universo: existía racionalidad en la vida cotidiana del conjunto de las gallinas.
Una España vaciada se enfrenta a nuevos retos, los que les vienen de sus compadres urbanos. Los visitantes abandonaron en su día la agri, ellos o sus antepasados; puede que sucediera el día anterior, o quizás poco después del neolítico. Sin embargo, creyeron poseer siempre la otra mitad: la cultura.
Tenemos muchas leyes. Sin duda, necesarias, quizás todas benéficas, por lo menos elaboradas con la intención de serlo. Sin embargo, pienso que las leyes más importantes son las que sin estar en ningún código legal, afectan al uso de las palabras y, por lo tanto, a la manera de expresarnos a nosotros mismos ante nosotros mismos. Pero el hecho de prohibir una palabra no significa que aquello que la palabra designaba no siga, de una u otra forma, vivo. Puede seguir viviendo de manera latente, como un parásito cavernario, bajo la superficie de las nuevas palabras consagradas.
Ya no hablamos de raza. No hay que hablar de raza. Decir raza es pecar contra el humanismo. El Holocausto nos ha curado, ha puesto un parapeto sobre esta palabra. Nos escuece pronunciarla. Hemos preferido orillarla, olvidarla en el baúl. La experiencia del siglo XX nos ha vacunado contra la palabra.
Se quiere borrar del mundo rural el ruido natural de las gallinas. Queremos seguir comiendo sus huevos, pero sin sus cacareos cerca de nosotros. Nos molestan. Queremos que destierren el gallinero a un lugar menos molesto. ¿Desterramos con ello a la naturaleza misma? ¿Condenamos al ostracismo a nuestra España rural?
La realidad no deja de sorprendernos. Vivimos tiempos extraños, confusos y contradictorios. Tiempos de novolatría y de impaciencia. Muchos necesitamos compensar las prisas con las pausas, la innovación con la permanencia; carrera y paseo tranquilo. Confundimos lo bueno y lo nuevo. Hemos cargado el concepto de lo nuevo con tantos elementos positivos que el venerable trono que teníamos dispuesto para lo bueno está siendo usurpado. El cacareo no tiene un lugar en el trono, pese a ser un elemento natural.
Silencio. Las gallinas a la caverna. Dejadnos sus huevos. Mañana volveré a la ciudad. Volveré a sumergirme en el ruido descomunal, en un nivel de ruidos tan alto … Bendito ruido. El ruido de la modernidad, del progreso y la civilización. Tribu y civilización, un binomio eterno.
Finalmente, me interrogo. ¿Por qué ha de ser más inteligente la inteligencia del hombre que quiere silencio que la inteligencia del hombre que vive con el cacareo?
En Los Ruices, a 9 de mayo de 2019.
El campo español, el castellano. Tiene poco ruido. Genera poca contaminación. ¿Somos más exigentes aquí que en las ciudades? ¿Hasta dónde ha de llegar nuestro nivel de exigencia? La imagen pertenece a los alrededores de la gran fortaleza de Moya, el patrimonio de los Cabrera conquenses. Un mundo vacío, con problemas muy agudos para la conservación patrimonial. Un mundo sin ruidos, más allá del soplar del cierzo sobre las viejas piedras de la Moya amurallada. Imagen realizada por Gabriel Arribas.