Requena (21/02/17) LA HISTORIA EN PÍLDORAS
Ignacio Latorre Zacarés
Ha vuelto. Es un tema cíclico y recurrente que cada cierto tiempo retorna. Pasan dos o tres años y aparecen por el archivo investigadores del más allá pidiendo datos de La Cornudilla, la aldea maldita desde que así se incluyó en un repertorio de pueblos con sucesos paranormales que creo haber leído hacia los años 80. Ya entonces me sorprendió el tema: una aldea requenense entre Los Ruices y Los Marcos señalada porque en una casa, la de “los Ruidos”, se producían ciertos sonidos con estrépito que atemorizaron a los lugareños en su día. Ruidos de cadenas, de voces dentro de un pozo, etc., etc. Hace unos dos años estuve en una entrevista radiofónica a dos con una persona que tenía una empresa especializada en lavar el mal nombre de poblaciones (como debía ser el caso de La Cornudilla) y también hace poco recibí a una expedición de investigadores sobre el tema.
Una simpática y extrovertida seguidora de estas humildes “píldoras” (entreverà entre Utiel y Los Ruices) me hace llegar los nuevos reportajes sobre La Cornudilla donde se detectan anomalías muy potentes entre las piedras y con psicofonías donde una voz parece decir “Sí padre” (la obediencia debida al padre) y otra “Ten don”, dos sílabas que igual pueden indicar la necesidad de pertrecharnos de alguna virtud o bien son una simple referencia más prosaica a cierta parte de la anatomía humana (vaya Usted a saber). Otra persona vinculada con los asuntos de la res publica también me envía un nuevo programa recientito sobre el tema, así que la píldora vuelve a ser obligada. La Cornudilla habemus.
Lo cierto (o incierto) es que muchos lugareños siguen sintiendo un cierto respeto sobre la “Casa de los Ruidos” y una joven y activa alcaldesa pedánea de la zona me dice que ella de día pasaría con mucha prevención por delante de la casa, pero de noche ¡jamás de los jamases!. Hay tema, bien de la Celtiberia Show de Luis Carandell o más bien de la Celtiberia Hispánica actual. Con el permiso del señor del lugar, el converso ruiceño, me adentro en sus territorios.
La Cornudilla es un topónimo antiguo (y eso que una empresa se ofrecía a cambiarle el nombre) que se data ya en el Archivo Municipal de Requena en 1527 y 1528, al citarse como linde de una dehesa hecha a mayor gloria de los desvelos imperiales de Carlos I. Ubicada la aldea en un terreno meridianamente fértil donde los labradores de la zona lograron beneficiarse de la gran expansión vitícola de la segunda mitad del siglo XIX. Los muchos trullos y lagares que quedan entre sus ruinas son testigos de ello. Este periodo entre 1850-1910 ha sido definido por el ubicuo Juan Piqueras como la Edad de Oro de la viticultura en la comarca que pasó de 5.000 hectáreas a más de 25.000, gracias al impulso de la exportación de vinos generada a partir de la crisis filoxérica de los viñedos franceses.
La viña exige una mayor cantidad de mano de obra jornalera que debe vivir cerca de las grandes plantaciones que se estaban produciendo, muchas de ellas por el modelo de plantación “a medias” o complantatio. Pequeños caseríos se fueron convirtiendo en populosas aldeas y surgieron caseríos y casas de labor a lo largo de la vasta geografía de la Meseta de Requena-Utiel. La lenta expansión de la filoxera en la comarca a partir de 1912 permitió sustituir por planta “americana” las viñas antiguas y seguir creciendo en superficie vitícola.
Se produjo un fuerte proceso de agrarización y ruralización en toda la comarca y mucha gente acudió al campo a roturar y poner viña en un área extensísima y con posibilidades. Casas de labor, bodegas, trullos y aldeas surgieron en el extenso territorio comarcal.
En Requena se invirtió totalmente la ubicación de la población y en 1930 ya sólo quedaban 6.687 habitantes en su casco urbano y, sin embargo, vivían 10.963 personas diseminadas entre ¡180! núcleos entre en aldeas y caseríos, sin contar a 700 habitantes más diseminados en casas solitarias.
Una situación parecida a la de Venta del Moro que en 1921 tenía anteriores caseríos ya convertidos en aldeas (como Las Monjas y Los Marcos) y nada menos que 851 habitantes totalmente dispersos entre 173 caseríos y casillas de campo, fuera de la capital municipal y sus aldeas.
La Cornudilla también se benefició de este proceso de ruralización y si en 1930 censaba cuarenta y seis habitantes en diecisiete viviendas, en un decenio duplicó sus habitantes (91) y casas (34). Pero si para los pueblos de interior españoles el doloroso éxodo se inició hacia 1950, en el caso de los caseríos la emigración se anticipó a los años 20 y en las aldeas hacia los 30 y 40. Lo cierto es que desde hace decenios nadie habita en La Cornudilla.
¿Caso aislado? Ni muchísimo menos. Nuestra geografía comarcal está llena de lugares que tuvieron mucha vida, no sin esfuerzo, y que ahora sólo oyen el ruido (no de las cadenas fantasmales), sino del paso de los tractores. En Los Sardineros, donde cuando uno pasaba hacia el Cabriel aún podía saludar a su último habitante, el pastor Maximiliano, se censaban 138 habitantes en 1930 que ya habían bajado a 70 en 1940. En las Casas de Cárcel en 1940 residían sesenta y seis personas en quince edificios y ahora no queda “ni con qué encender”. En la Fuen Vich vivían noventa y nueve personas en 1940 y aunque ahora las casas están arregladas, durante las semanas de invierno nadie enciende ya la única chimenea que se veía hace poco tiempo en los días recios. En la bonita, cabrielina y venturreña aldea de Los Cárceles subsistían (más que vivían) 192 riacheros en 1935 y ahora sólo quedan Basilio y Margarita que no les sacan de su paraíso ni a tiros. Caso curioso el de la Casa Lázaro en Requena y Los Pleitos en Venta del Moro, caseríos que dieron nombre hasta partidas (en el caso de Lázaro) y que poseían ermita donde acudían las aldeas de Casas de Eufemia, Los Ruices y Las Monjas. Ahora ya nada queda de ellos y las pertenencias de su ermita fueron repartidas entre los nuevos templos parroquiales que se construían. En las Casas de la Muela de Arriba con veintidós pobladores en su día, entre numerosos trullos, una almazara vieja de aceite y bodegas, fotografío en la puerta de su casa natal a Dionisio, el último que de ahí se fue y que retorna periódicamente a labrar su terrazgo. Pedriches, donde el diario El País ubicó nada menos que un centro internacional del nazismo y un reportero de The Guardian sólo oyó el balido de ovejas durante varias noches, llegó a contabilizar sesenta y seis habitantes en 1921 de los que quedaban treinta y uno en 1960 y ahora ya nadie (ni los nazis), aunque mantienen algunas casas arregladas y visitadas en fin de semana. Lamiendo también el Cabriel está (más bien estaba) La Fonseca junto a los imponentes Cuchillos donde vivían 65 personas con su alcalde pedáneo en 1935 y donde ahora sólo permanece en estado de ruina una bella ermita policromada que cada vez que visito le queda menos techumbre. Hasta 432 habitantes en 1945 poblaban el Cabriel venturreño que se trasladaban por su ribera cuando era fiesta en algunas de sus aldeas y que el día de las Candelas alumbraban el monte con teas en los pinos.
Primero fueron los caseríos en perder la población y tras ellas las aldeas. La bonita aldea utielana de Estenas censó ochenta y cuatro habitantes en 1940 y ahora uno de sus guardianes me dice que por las noches sólo duermen en ella cuatro o cinco personas como si torre de Babel fuera, pues entre sus ilustres vecinos reside un inglés y un húngaro (en la variedad está el gusto). Lo cierto es que este húmedo semestre han convertido su cascada y fuente en un espectáculo (vayan a verlo). Sin salir de Utiel, en Los Corrales vivían 784 personas en 1940 y en 2016 las cifras arrojan sólo 275. La Loberuela en Camporrobles poseía ochenta y cuatro habitantes en 1940 y el inclemente éxodo la ha dejado con diez personas censadas en 2016. Y en el mirador de la comarca que es Casas de Moya, de los 469 habitantes de 1940 que vivían de todo lo que se pudiera vivir (fornilla, leña, esparto, caza, carbón, viña, cereal) ya sólo quedan setenta y un censados contando los caseríos cercanos. En Los Isidros, el gran Vicente, guardián de las esencias isidreñas, me dice que también se están quedando “esclarecíos”. En fin… y como estos muchos casos.
En 1969 muchos de estos lugares habían quedado ya abandonados y el Ayuntamiento de Requena dio de baja como entidades de población a la fantasmal La Cornudilla y a la Fuencaliente, El Matutano y Puente Catalán y Venta del Moro hizo lo propio con Pedriches y las aldeas cabrielinas de La Fonseca y Santa Bárbara (que cuenta también con una ermita en ruinas). Además, en el mismo año se unificaron Hortunas de Arriba y de Abajo (donde ya no queda ni piedras) y Los Pedrones de Arriba y Abajo.
Todo este inclemente éxodo rural lo retrataron magistralmente Julio Llamazares en “La lluvia amarilla” con el monólogo del último habitante de un pueblo pirenaico aragonés; la bella “Historia de la Alcarama” que nos legó Abel Hernández antes de morir para que supiéramos cómo se vivía en las Tierras Altas sorianas o el lentísimo y bello film “El cielo gira” en el que Mercedes Álvarez recuerda su pueblo soriano de Aldeaseñor con la voz de sus últimos catorce habitantes que añoran los cuatrocientos que llegaron a alcanzar.
Este fenómeno del éxodo rural y despoblación (demotanasia se llama ahora) que nos acompaña desde decenios se ha puesto de repente en la agenda de los medios de comunicación (que no de los políticos) gracias a un departamento universitario dedicado al estudio del fenómeno y de los acertados libros de Sergio del Molino ”La España vacía” y de Paco Cerdá “Los últimos”. Se ha acuñado el concepto de Celtiberia Hispánica para el que es el mayor desierto humano europeo con índices de densidad parecidos a los de Laponia y con inmensas provincias y comarcas despobladas (Burgos, Soria, Guadalajara, Teruel, Zamora, Cuenca, norte de Castellón, interior de Valencia…). 500 poblaciones prácticamente condenadas a la desaparición y 3.500 en peligro.
En nuestras caminatas por los atajos y sendas (algunos casi perdidos) de la comarca observamos los testigos de aquel agro poblado: caseríos ya en ruinas; teinas abandonadas; hornos morunos y también de yeso cuyas piedras ya no aguantan; escuelas rurales con el año de fundación (casi siempre 1931) reconvertidas en centros sociales y bares o abandonadas directamente; pozos y abrevaderos donde ya no se abreva; sendas que fueron y ya no son; ermitas caídas y sin aquellos santos que sacaban en su día en austerísimas procesiones; fuentes que ya no manan; veredas por donde hace años que no transitan ganados; palomares sin palomas y molinos casi ya imperceptibles entre tanta hiedra…
Y seguimos así, tras una cierta estabilización de algunos años gracias a los aportes migratorios externos, volvemos a la pérdida de población en casi todos los municipios de la comarca. Sólo en Requena en los últimos cuatro años ha bajado el padrón en más de 1.000 vecinos.
De La Cornudilla se fueron, no sabemos si atemorizados por los ruidos y voces o por que las condiciones así lo obligaron como el resto de caseríos. Pero uno, que es optimista de nación, no pretende ser triste. Todos los estudiosos preconizan que hay remedios si no se demoran y el que esto escribe así lo cree por múltiples razones. Quizás la más poderosa es que tras casi veinte años de elegir la opción vital familiar de retornar a lo rural es la mejor decisión de pareja tomada y nunca arrepentida. En los pueblos sigue habiendo vida y mucha para aquel que así le guste, tal como retrató sin ningún tipo de idealización ni bucolismo rural Manu Leguineche en “La Felicidad de la Tierra”, una verdadera biblia del vivir cotidiano rural en una aldea de Guadalajara donde el jefe de los reporteros disfrutaba del “reposo del guerrero”. Espero, y creo, que las generaciones posteriores a las mías tengan, al menos, la posibilidad de elegir como uno hizo en su día. Con eso uno se conforma.
Y aunque la “píldora” ya es larga, permítanme acabar con estas bellísimas estrofas del último poemario de Juan Vicente Piqueras, que sabe de aldeas, tierras y éxodos, y donde homenajea la memoria de su padre y nos recuerda qué es lo que perdemos cuando parten los últimos aldeanos a podar las viñas del cielo.
AQUÍ YACE
Juan Vicente Piqueras (“Padre”).
La aldea no se acaba.
Se apaga, simplemente, brasa a brasa,
nombre a nombre se extingue.
Uno a uno, lo mismo que llegaron,
se van yendo los últimos.
Los últimos campesinos y las últimas madres.
No mueren empujados por los niños que nacen.
Aquí hace mucho tiempo que ya no nace nadie.
Mueren como llevados por el aire de arriba.
Cuando hayan muerto las últimas manos
que sabían hacer pleita
el mundo quedará en manos de aquellos
cuyas manos ya no sabrán qué hacer.
La aldea no se acaba.
Yace aquí, en lo que escribo.