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LA BITÁCORA DE BRAUDEL/ JCPG

Hay que reconocer que nos gusta. Nos gusta mucho darle vueltas a las conspiraciones. Las manejamos e inventamos a nuestro antojo. Unas veces es cierto que existe una conspiración tras hechos poco claros. En todo caso, lo que nuclea a toda conspiración es el dinero, el poder y todas esas cosas que han movido siempre los actos humanos. Si matan a un presidente estadounidense, hay una conspiración; si la república no acaba de proclamarse en nuestro país, es por una conspiración; si Mas y su recua son apartados del poder, es por la conspiración del ministro de Interior. Conspiraciones a todo tren.

Fernández Díaz, aunque soñara serlo, no tiene nada de Olivares. Y el tal Daniel Alfonso no tiene nada que ver, que sepamos, con Quevedo. En pleno siglo XVII, mientras el rey Felipe IV se solazaba en sus cacerías y Velázquez pintaba cuadros memorables, el valido de la época (una especie de primer ministro, pero sin serlo, porque era puesto a dedo por el rey, y tenía poderes amplísimos en materia de gobierno) era el Conde-Duque de Olivares.
Desde el primer día de su valimiento (palabra que designa el período en el que se desarrollaba un mandato del valido) se encontró con un país en ruinas y una potencia mundial seriamente cuestionada por todos los frentes. Olivares lo intentó como pudo, pero Felipe IV no tuvo otra alternativa que despedirle. Abandonó Madrid el 23 de enero de 1643. Poco después (19 de mayo de 1643), los tercios fueron derrotados en Rocroi. Terminaba la hegemonía de la infantería española en Europa.

Quevedo, un hombre del poder, pero del poder rival de Olivares, se esforzó durante el valimiento en deteriorar la imagen del valido. En La isla de los monopantos, territorio gobernado por Pragas Chincollos, satirizaba a Olivares. El gobernante de Monopantos lleva el anagrama de un antepasado converso del valido: Gaspar Conchillos. Según Quevedo existía una conspiración del valido con los judeoconversos portugueses para extraer la riqueza del país en su propio beneficio. Una versión conspiratoria de lo que realmente era una campaña de acoso y derribo que continuaría con la gigantesca maquinaria puesta en marcha para poner ante los tribunales de la Inquisición a los cripto-judíos.
 Eran tiempos duros. En los años 1650 Cromwell llegaba al poder en Inglaterra y con él su versión ultra-puritana del calvinismo. Prohibió hasta los cánticos en las calles, salvo los litúrgicos. Ya sabemos cómo le fue a Carlos I. ¿Y para qué recordar cómo se las vieron los irlandeses?

Lo de la actual conspiración poco tiene que ver con esto. Los grandes conspiradores, esos políticos catalanes empeñados en destruir a su propio pueblo embarcándolo en la aventura independentista, acusando de conspiración al ministro de Madrid. No pensaron bien antes de colocar a Daniel de Alfonso; si hubieran colocado a un sabueso dócil y de su cuerda, una especie de Mónica Terribas judicial, mejor les habría ido. Y el ministro conspirando. Y lo que es peor, si enterarse que le graban. Estas cosas no pasan en Corea del Norte, ese país tan delirante que tiene como embajador a un tal Cao de Benós y considera que el mundo conspira contra su régimen.

En Los Ruices, a 22 de junio de 2016.

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