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LOS COMBATIVOS REQUENENSES. /Víctor Manuel Galán Tendero.

La España de Felipe II no fue un remanso de paz, pese a que las guerras en el exterior abundaron. En la península Ibérica todavía pervivían fuertes comunidades musulmanas, oficialmente cristianas, sobre las que pesaron graves sospechas y alrededor de las cuales se encendieron conflictos tan sangrientos como la guerra de Granada de 1568-71. La pluralidad institucional de los reinos hispanos, a los que se sumó en 1580 Portugal, también suscitó enfrentamientos con el autoritarismo de la monarquía.

Los reyes toparon con el celo del reino de Aragón desde tiempos de Fernando el Católico. Molestos con el ascendiente del Justicia Mayor, trataron de acortar su autoridad y se pretendió que las comunidades de Teruel y Albarracín no formaran parte del reino aragonés. Sus gentes reaccionaron con aspereza a la vulneración de sus fueros y las luchas resultaron crónicas. En 1544 los turolenses se alzaron, en 1553 las dos comunidades unieron sus fuerzas en las cortes del reino, en 1562 el encontronazo subió de tono, en 1572 el duque de Segorbe ocupó Teruel con fuerzas concentradas en Moya, Molina, Jérica y Morella y en 1586 la ocupada fue Albarracín. Los disidentes combatieron por el privilegio de firmas y las manifestaciones, que les garantizaban la asistencia del Justicia Mayor ante los desafueros reales.

Cuando el tortuoso Antonio Pérez, el secretario de Felipe II que guardaba embarazosos secretos, se acogió a las garantías del reino de Aragón, el rey movilizó primero a la Inquisición y más tarde a su ejército. El Justicia Mayor Juan de Lanuza llamó el 1 de noviembre de 1591 a las armas a los aragoneses contra los invasores. Enojados con sus señores feudales, muchos hicieron caso omiso, pero Teruel y Albarracín acudieron con sus huestes a la causa del reino.

Con sus fuerzas comprometidas en los frentes de guerra de la Europa Occidental, Felipe II llamó a sus tropas del interior, las de las huestes municipales que nutrirían las milicias de los distintos reinos. Los vecinos tenían la obligación de contribuir a la defensa de su territorio y del reino a requerimiento del monarca. Ante la hostilidad turolense, los requenenses volvieron a ser llamados al combate el 2 de diciembre contra unas gentes con las que mantenían desde el siglo XIII estrechas relaciones. La Castilla cercana a Aragón volvía a movilizarse como en 1572.

Los tiempos de la guerra de los dos Pedros estaban lejanos y los requenenses ya no sostenían los combates de sus antepasados, aunque proseguían familiarizados con las cosas de Marte. Participaban en las escuadras que daban alcance a los bandoleros y se enrolaban en las banderas reales, por lo que merecieron la consideración de soldados en varias ocasiones. Sin embargo, la orden de Felipe II los cogió en un momento de dificultades económicas y cambios institucionales.

Pretextaron, con razón, su condición de frontera con una Valencia morisca a punto de arrojarse sobre una villa cristiana desguarnecida. La gran victoria de Lepanto y el declive otomano no calmó la neurosis de una invasión islámica de España, que concluiría en la trágica expulsión morisca, y muchos castellanos consideraron el peligro bien cierto. Felipe II lo desechó y Requena se tuvo que aprestar a campaña.

Se compraron ocho arrobas de pólvora y se encargó en Valencia una bandera de color cielo sembrada de estrellas con un escudo con una llave y una estrella, símbolos de fidelidad y constancia altamente valorados por las ideas de exaltación monárquica.

Los encargados de mover los engranajes de la hueste desde sus preparativos a sus acciones militares fueron Cristóbal Zapata de Espejo y Gaspar Zapata, capitán y alférez respectivamente de la fuerza dirigida contra Teruel, para que gentes tan principales fueran por caudillos de su gente. I. A. Thompson ya apuntó como los interminables conflictos obligaron a Felipe II a recurrir cada vez más a asentistas militares, verdaderos empresarios de la guerra, que mermaron su prístino poder sobre el núcleo de sus fuerzas armadas a comienzos de su reinado. En este proceso de privatización salieron ganando los notables locales, que reforzaron su patronazgo e influencia social y coparon las plazas de alférez mayor de los concejos. Requena participó de este proceso general. Irónicamente el Rey Prudente, al menos así lo han llamado algunos, potenció el caudillismo hispano para quebrantar unas leyes que debía defender. Desde esta perspectiva los sufridos españoles del siglo XX tienen su buena explicación.

Fuentes.

                ARCHIVO HISTÓRICO MUNICIPAL DE REQUENA. Libro de actas municipales de 1587 a 1593, nº. 2898.

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