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LA BITÁCORA DE BRAUDEL. Por Juan Carlos Pérez García.

Estoy escribiendo una serie de artículos sobre la identidad. Este es el primero de ellos. Los que seguirán apenas están diseñados como un borrador. El artículo de Sánchez y determinadas notas que he ido acumulando son el material esencial de todo esto. Lo primero que se me ocurre es que no es tan fácil destripar un asunto tan complejo. Es más fácil despacharlo con un “somos valenciano porque estamos en Valencia”, o un “tenemos sobre todo alma castellana”. Tales declaraciones, facilonas, rápidas, son pantallas que sirven para poco y, que, realmente, se comportan como artefactos simples que evitan la reflexión y especialmente el debate. En este artículo quisiera empezar por exponer unas experiencias personales. Sé que las experiencias de esta naturaleza difícilmente pueden desprenderse de su carga de subjetivismo. Además, los recuerdos son imprecisos y muchas veces no se recuerda tanto el contenido de las experiencias como el color de la tinta con que fueron escritos en nuestra mente. Pero qué podemos hacer, realmente forjan también la identidad personal y colectiva. Empiezo con este relato confiando en llegar a la verdad, a sabiendas que la verdad es algo también parcial, más todavía cuando se refiere a un asunto tan peliagudo como el de la identidad.

Pongamos que sale uno de su aldea, se forma en alguno de los dos grandes pueblos, cursa el bachiller allí. Digamos que construye su mente y su físico en el estrecho cosmopolitismo de un Utiel o una Requena. Se empapa de los saberes que transmiten algunos profesores interesantes, admira a algunos, trata de imitar a otros. Tiene sus primeros escarceos pseudosexuales en una de las ciudades citadas. Se está abriendo al mundo, al conocimiento de sí mismo y de lo que le rodea. El azar de la vida le conduce a la metrópolis, una Valencia en pleno cambio, plagada de tensiones en la época de la primera andadura de una democracia frágil y una autonomía en plena construcción. Le influye la fragilidad de las cosas. Vive las estruendosas huelgas universitarias, las reivindicaciones de clases en valenciano.

Es un tiempo de cambios y él mismo lleva dentro de sí el cambio. Crece física y mentalmente, a lo largo de un proceso que le está llevando a dejar atrás su querencia natural por la tierra, el mundo rural y su universo aldeano, tan querido en otro tiempo, tan seguro y tan sencillo. Fascinado por la cultura, describe cada día un nuevo aprendizaje, como si el aprender mismo no tuviera nunca un fin –ahora sé que efectivamente no lo tiene, y no me refiero exclusivamente a lo que denominaríamos un aprendizaje puramente cultural.

El fulano en cuestión entra en contacto con un mundo absolutamente distinto al suyo. Proviene de un medio conservador y tradicional, el del campo, siempre apegado a las seguridades que conlleva la defensa de las tradiciones y los modos de vida tradicionales. El mundo de la ciudad le impacta de pleno. Le sorprende la movida valenciana, las calles repletas de gente y de coches, le atrae el contacto con gente variopinta. Su nivel de conocimiento se está ensanchando cada día. Incluso convive cotidianamente con gentes hablantes en valenciano e incluso con radicales nacionalistas que no le miran precisamente con amabilidad. Algo les separa, y pronto caerá en la cuenta que el motivo de esas extrañas miradas es la lengua.

El BEA, un sindicato o grupo pseudopolítico estudiantil de orientación marcadamente nacionalista y beligerante contra los hablantes en castellano, gana reiteradamente las elecciones universitarias. Gracias al pasotismo general estos triunfos resultan resonantes. Algunos compañeros cambian sus nombre al valenciano, como si la pátina exterior de las cosas fuera capaz de modificar el interior. Aunque parezca mentira, en algunos casos el cambio de nombres fue minando la estructura personal de algunos y los reconstruyó con cierto tono diferente, a veces nada positivo.

Llegó el final de la etapa estudiantil y la vuelta a la tierra, a los orígenes rúales. Es el redescubrimiento del mundo primigenio, ajeno al cosmopolitismo urbano. Si la vida hubiera parado aquí, evidentemente la identidad se habría mantenido incólume, pero aún vendrán varios factores más para poner en movimiento esta personalidad identitaria, y rechazando el anquilosamiento de una identidad permanente.

Hasta aquí la identidad de este fulano que soy yo está marcada por dos elementos: el castellanista hispano o español, que es el que lleva en el ADN al haber nacido, criado, crecido y mamado en esta tierra; y el elemento valenciano, visto con condescendencia como un elemento adherido a la identidad, de carácter complementario. Hasta que estuve en la universidad no oí el hablar valenciano; el extinto Canal 9 hizo mucho por su difusión. Fue tan fácil entenderlo que en aquel tiempo ni siquiera pensé seriamente que fuera una lengua tan diferente al español, y aún hoy todavía pienso de modo parecido. Tampoco conocía otra bandera que la rojigualda y todavía hoy la valenciana no despierta en mí el más mínimo sentimiento.

En definitiva, el fondo hispánico había sido apenas modificado. Una capa superficial de valencianidad se había superpuesto. Pero el hispanismo fagocitó rápidamente el valencianismo al volver a las raíces rurales. La identidad se puso en movimiento y se enriqueció pero el color esencial apenas sufrió una leve transformación.

CONTINUARÁ.

En Los Ruices, a 25 de febrero de 2014.

Comparte: La carga de la memoria. (I) Una identidad en movimiento.