Requena (18/07/19)
LA BITÁCORA //JCPG
No es una comida para estómagos delicados. El gachulí, cachulí y cachulito era un alimento frecuente en esta tierra, en aquellos tiempos en que comer o no comer era la cuestión a la que se enfrentaban los campesinos en su vida diaria. Tiempos duros en los que todo pasaba por la supervivencia.
Yeves afirma que existe un cachulito molondrón, que es el que está libre de chicha, sean tajadillas de tocino o hígado. Es, pues, la versión más pobre del plato de los pobres. Su diccionario tien mu cho aprovechamiento; es una lectura ideal con la que pasar un buen rato.
Sí, el cachulito era una socorridísima comida en nuestras casas en los tiempos pasados. Ahora, es un manjar de reuniones o festejos populares. Se rememora con un tono nostálgico, pero sólo por su suculenta potencia alimenticia, no por el recuerdo de los elementos del entorno que lo rodeaban.
El bienestar de esta sociedad de las comodidades ha desterrado al cachulito a un lugar bien alejado de las recetas cotidianas que llenan los platos de nuestras mesas. Es probable que ni los más pobres sepan de su existencia. Ahora que el progreso nos proporciona de todo.
La sociedad de las comodidades es la del racionalismo extremo. Las viejas creencias han quedado recluidas en el baúl de los absurdos. Aquellos que somos creyentes pasamos por bichos raros. Pero determinadas creencias siguen vivas, quizás convertidas en chistes sarcásticos, en esquemas increíblemente incoherentes.
Néstor Luján cita constantemente el cachulito como un plato bien antiguo. Al menos habría noticia de él desde el siglo XVI. Entre nosotros: me da que este plato es tan antiguo como el pan. La verdad es que hoy ningún agricultor como migas a diario. En realidad, se ha convertido en un plato común para seres urbanos que rememoran con estas viandas sus raíces rurales.
Eran y son suculentas, pero el problema surgía en días de muerto. Si un vecino moría se temía su presencia. Las cocineras, las campesinas que se ocupaban parte del sía en cocinarlas, creían que el muerto metía sus manos en la sartén contaminando el plato. Si previamente se conocía el paso al otro mundo del finado, se evitaba poner migas a la mesa. Obvio resulta decir que en tiempos de hambre…
Este tipo de creencias, hoy tomadas por supersticiones absurdas, enraizan con un mundo antiguo, ya sumido en el pasado, pero superviviente en determinados individuos que vienen de la sociedad tradicional. Son los ejemplares ideológicos de un mundo ya superado. ¿Este mundo de lo racional y el bienestar será capaz de construir una auténtica civilización?
En el fondo, esta creencia en la actividad inmediata de los muertos sobre las migas está emparentada con un complejo mundo de creencias sobre los muertos que supera, como es lógico, culturas, mares y fronteras. Los habitantes de Bali leían cuentos familiares en presencia del cuerpo del familiar muerto durante dos o tres días con el fin de alejar a los demonios del alma de su familiar. Era un mecanismo de protección. Los primeros días eran decisivos para que el alma no cayera en manos de estos seres demoníacos y para que fuera a lugar que le correspondía.
Pero el cachulí es tan especial para los recién muertos que no pueden evitar comer con los dedos. Para los vivos esto puede estropear el plato del día. Salvo que uno no sea asqueroso.
Los tanatorios actuales han desplazado la carga de las familias ante la muerte de un ser querido. El viejo velatorio en las casas, realizado por vecinos y la familia ya no se realiza. La muerte se aleja de nosotros, porque nos repugna, porque, en el fondo, la tememos más que cualquier otra generación.
Hay que resaltar que las manos del finado quizás manosearon el cachulito dentro de la sartén. Pero, en todo caso, ya debían de haber tocado la gloria divina, porque estaba extraordinario. Eso sí: la cocinera ni lo probó.
Obras citadas:
Luján, N., (1988), Historia de la Gastronomía. Sabadell: Plaza y Janés.
Yeves Descalzo, F.A., (1997). Diccionario del lenguaje histórico y del habla popular y vulgar de la comarca de Requena-Utiel. Requena: CER.