LA BITÁCORA // JCPG
No tenía nada parecido a una corte condal, un grupo de personas ligado a sus parabienes, al reparto de riquezas y dado al “lameculismo”, un deporte practicado ampliamente en el pasado, tan frecuentado por gentes de variado pelaje en la actualidad; del futuro poco habré de decir, dada la naturaleza humana. Eso eran cosas del pasado. Estaba pensando todo esto mientras enfilaba con su coche negro por el camino de Iniesta, dejando atrás la Casa Sancho y vislumbrado los yacimientos del yeso blanqueador al fondo. Además, él era un caballero moderno, pegado a las realidades de un mundo que cambiaba a gran velocidad. Su padre había construido una fortuna y él se ufanaba en acrecentarla. ¿Había algo de malo en ello? Ahora llegaba el momento de ir variando los objetivos.
No estaba hecho el Camino de Iniesta para los coches. Las caballerías y los carros lo llevaban mejor. Había baches por todas partes y numerosas piedras. Lo peor, una vez pasada la Casa Sancho estaba en la Casa de la Rambla, que se asomaba al Calabacho. Ahí había que arrojarse a la misma rambla. Se necesitaba un puente, pero…Sólo esperaba que el paso de la rambla no estuviera dañado.
Estaba pensando en todas estas cosas, y no se dio cuenta de que casi atropellaba al porquero que pastoreaba una piara de cerdos. Era primavera, y los dueños de las piaras se dirigían hacia las aldeas de la zona de la Meseta de Requena y Utiel para vender sus animales. Por un poco de dinero e incluso por un animalillo de su piara hacían noche y negocio en cada una de las aldeas. Los campesinos de esta tierra necesitaban los cerdos para criarlas con vistas a aprovisionarse de alimento en los largos inviernos.
Pero él era un conde, es decir, todo un caballero. Digno del automóvil que conducía. Apenas unos cuantos, de los que era capaz de contar con los dedos de las manos, tenían estas nuevas máquinas que habían hecho tan sencillo el hecho de desplazarse. Si tuviera que ir en el caballo de su padre…Su padre. Era un amante de los caballos, una especie de Caylus stendhaliano, pero él había salido de otro tajo: le gustaban más las mujeres, frecuentar los cafés y los burdeles.
Estaba cambiando el mundo; tal vez pocos en esta tierra se daban cuenta. O se apercibían pero no tenían otras salidas. El ferrocarril asomaba en la tierra. Utiel era el inicio de un recorrido que conducía a Valencia, la nueva meca de la modernidad, ciudad de sueños, de diversión y de negocios más o menos turbios. Se construía una nueva línea que uniría el Utiel de los mercaderes con el Sur y, en un futuro, con el Norte del país. El cambio estaba ahí para quien quisiera verlo. ¿Acaso no estaba entrando dinero en muchas poblaciones gracias a la construcción de esa línea de ferrocarril? El progreso mismo estaba ahí. En pocos años, esta tierra habrá cambiado por completo su faz.
Pero, de momento, él y su coche negro enfilaron el desmonte y vieron las siluetas de las casas de la aldea. Echaba la vista atrás. En Valencia se había quedado su esposa, poco amiga del mundo rural, pegada a las mieles del mundo urbano. Había abandonado también a varias amantes cronófagas que consumían buena parte de su tiempo y de su hacienda. Algunos dulzores encontraría en Utiel o Requena para pasar ratos placenteros cuando saliera de la aldea. Frecuentaba desde su juventud algunos burdeles para la buena sociedad de estos pueblos. Pero se comportaba con la descarada hipocresía que proliferaba entre muchos de su clase.
Al bajar del coche le esperaba el tío Sisinio, uno de los capataces de su hacienda. En ese momento dejaba la casa del conde, un viejo caserón de paredes de barro, amplio y modesto que servía para el capataz y su familia y que, durante unas dos o tres semanas, iba a alojar al conde. Le abrió la puerta y tuvo tiempo de pensar en la comodidad de viajar en un cacharro así, mientras su mujer se disponía a subir al carro del que tiraba su mula. Sisinio y su mujer se iban a Casas de Cuadra, durante el tiempo de estancia del conde, donde conservaba la vieja casa familiar. No era muy amplia pero suficiente. Una incomodidad menor, aunque tendría que hacer diariamente dos kilómetros para llegar a la casa del conde.
Emilia era avispada y no perdía detalle. Aunque Sisinio prefería esperar, ella no paraba de preguntarse a qué venía el señor conde. Varias veces al día incomodaba a su marido con todo tipo de especulaciones. Él, con un carácter más reposado, siempre le decía que las prisas que mostraban algunas en las calles deberían trocarlas por la calma que el tiempo y la paciencia proporcionan. Era sobre todo porque las visitas condales tenían lugar siempre después de la cosecha de los cereales. De hecho recordaba cómo era irse los giróvagos segadores, que habían pasado días en el pueblo, y llegar el conde. Tanto unos como el otro introducían algo de interés en la aburrida vida de la aldea. Los unos alegraban las noches y llenaban de cierta picardía las calles, con sus bailes, cantares y música. Provocaban también alguna camorra, pero sin llegar a ser situaciones serias- La llegada del conde introducía otros ingredientes: rumores en las esquinas, corrillos en la cantina, habladurías sobre ciertas aventuras de seducción del aristócrata; eso si no aparecía algún supuesto enterado que comenzaba glosar las portentosas aventuras extra-matrimoniales del conde. Para estas aventurillas amorosas siempre había un tipo frecuente de comentario: se lo puede permitir, ya que anda sobrado de perras y de tiempo, con esas manos tan delicadas. En fin, ya se sabe: la tiranía de la opinión.
Dentro de la casa ya estaba Candela, una viuda campesina que regentaba su propia tierra, unos pocos pedazos antaño adquiridos con su marido, y que tiene dos hijos. Realmente son los hijos los que trabajan la tierra, la suya y la que llevan en arrendamiento del conde. Candela hará las veces de cocinera, limpiadora y de mujer que está dedicada a llevar una casa. Y Candela llevaba la casa; por supuesto, era una auténtica matrona, fuerte y robusta. Cocinaría, llevaría al Lavadero Caliente la ropa del conde, etc. Candela administraba las tierras, y con energía portentosa; sus hijos la respetaban, tanto por su posición de madre y el amor que se intercambia en tales circunstancias, como por su rudo carácter.
La condición de viuda ha sido en el pasado una situación muy complicada para las mujeres. Maridos que veían extinguirse su vida pronto y dejaban toda una familia formada. El sexo débil ha sido en realidad el más robusto. El covid-19 me ha persuadido de que, efectivamente, el sexo débil somos los hombres.
Volvamos a Candela. Esta viuda también estaba, como el pueblo entero, intrigada por la visita del conde. Era pronto para cobrar las cosechas, y ya estaba en su casa. Algo no cuadraba. Había venido solo, sin la mujer, aunque esto no era extraño; Candela había dicho abiertamente ante sus hijos que la mujer del conde, era demasiado señorita para mezclarse con los campesinos. Apenas pudo terminar el comentario porque los hijos traspusieron, en una carrera, para ponerse en Los Marcos, donde se celebraba la fiesta anual, y el baile, que esta vez contaba con Eustaquio y su acordeón, además de la presencia de las mozas, era algo que no estaban dispuestos a perderse. La viuda era consciente de la necesidad de desfogarse de sus dos hijos, y cuando llegaban las fiestas en los alrededores, solía hacer la vista gorda si se levantaban algo más tarde del amanecer. La vida con su marido n había sido fácil. Le quería con locura, pero él era un alcohólico sin remedio, y esa afición le compró el pasaporte al otro mundo. Después de muerto, la viuda Candela reverdeció y conoció algún romance, pero, en lugar de casarse, como tantas otras, se arremangó y sacó adelante a su prole.
La cantina era un lugar donde uno podía entrar en contacto con los campesinos. Quien más quien menos se dejaba caer por allí en busca de un chato de vino a tomar con buena compañía, masculina, por supuesto, ya que las mujeres ni aparecían. La figura del conde, bien vestido, bienoliente, en medio de la aldea, era algo bastante inusual. Vino y aguardiente, poco más se podía exigir ante el cantinero, que era también un campesino a tiempo parcial. Aquí todos tenía un pie en cada sitio: cantina, tierra, ganado, portes… Era la manera imprescindible del vivir. En consecuencia: cuando venía por aquí el conde olvidaba su afición a los sofisticados refrescos urbanos y, qué duda cabe, a los cócteles que le servían guapas señoritas en los selectos locales de la ciudad.
La aldea no carecía de una cierta variedad, bien que limitada. Existía un grupo de campesinos asentados que, aun habiendo conseguido comprar tierras con enorme esfuerzo y no menor paciencia en el ahorro, seguían trabajando extensiones variables de la propiedad condal. Para el conde era siempre una incógnita conocer qué medios de ahorrar podían tener estos campesinos que, incluso pasando años malísimos, podían comprar algún pedazo. Sin duda, se decía para sí, su estómago exige menos que el mío. Por supuesto, conocía las verdaderas razones, y no pasaban por sostener su tren de vida, entre cuyos elementos estaba su harén valenciano.
Algunas familias era jornaleras puras. No poseían tierra. Aquí residía la auténtica pobreza. En los tiempos más duros, eran sus vecinos los que contribuían a su supervivencia. Algunos hijos habían salido de estas familias y se habían marchado a la ciudad. Nadie sabía cómo les marchaba la vida. Algún otro fue colocado como mozo en casas más grandes de los pueblos vecinos. Existía el ansia de ascenso de los pobres. Como el Julen Sorel de Rojo y Negro, habían puesto su meta en prosperar y mejorar. Desconozco si poseían la portentosa memoria del Sorel, capaz de recitar entero el Nuevo Testamento; así como capaz de traicionar sus ideas pro-napoleónicas en la Francia de Luis Felipe de Orleáns.
Todas estas familias tenían un pie en el establo, es decir, son también en alguna medida ganaderos. Criaban cerdos, ovejas, gallinas, etc. De esto no faltaba, y era muy importante como fuente de alimento. De hecho, el conde podía dar buena fe de ello porque bajo la inmensa chimenea de la casa ya había podido encontrar un conejo, un pollo, un pernil, huevos. Eran sus arrendatarios que deseaban halagar su paladar. A ratos le parecía sentirse como aquellos feudales dados a recibir cargas de carne, de caza, de leña. Pero los tiempos cambiaban y él había llegado para otros menesteres.
No hay nada como catar los aires de las cantinas para percibir qué oxígeno respira una sociedad, se dijo el conde. Allá que se encaminó. Estaba muy cerca y a la entrada ya había algún campesino que se apresuró a saludarlo con reverencial gesto. A la aristocracia siempre le agradaron estas gesticulaciones de respeto, de reconocimiento de la alta alcurnia y, al mismo tiempo, del grado inferior del que realiza tal gesto.
Una barra larga, pintada en color azul, y alta era todo lo que separaba algunas mesas del cantinero. Todos lo reconocieron al entrar. No podía ser de otra manera, pues, después de todo, era prácticamente el dueño de casi toda la tierra de la que vivían aquellos campesinos. Había un pequeño grupo, arrinconado, de tres o cuatro, a los que conocía por su nombre. Sobre todo conocía sus ideas, unas ideas radicales, que, ahora que la dictadura del general se había acabado, parecían cobrar nueva fuerza. Durante el tiempo de actividad de don Miguel, como lo llamaba el conde, no sacaron la cabeza, y, en cambio, ahora… Pero ¿qué harían todos estos si empezara la revolución? ¿Serían un Dantón, un Robespierre? Intuía que se convertirían muchos de ellos en verdugos, y tal vez otros en dulces corderitos. Todo esto lo pensaba para sus adentros; no era hombre de provocaciones, y, además, el objetivo de su visita no era soliviantar a ninguno de aquellos.
El conde salió de la cantina tras tomarse un chato y comprobar que no había ninguno de sus arrendatarios. Se dirigió hacia la casa de Carmen, una de sus arrendatarias, pensando aún en aquel grupo de campesinos pseudo-revolucionarios. Le vino a la memoria aquel escrito de Galdós en que denunciaba la casta creada por el sistema liberal, dando lugar a partidos dedicados a vivir del presupuesto; le había llamado la atención que el escritor hablaba de los partidos políticos como rebaños dedicados a pastar en los recursos estatales. Sabía, de sobra, que lo que anidaba en la mente de algunos de la cantina poco tenía que ver con el viejo sistema liberal y más con esa revolución atea e irrespetuosa con la tradición que había surgido en Rusia. Para él, la situación creada por el general Primo de Rivera era ciertamente ideal: orden, impulso económico y respeto de las tradiciones. Aquellos aldeanos y sus revoluciones de salón no llevarían, según su parecer, sino a un regreso a la realidad retratada por Galdós; ni imaginarse podía que triunfara una revolución a la rusa.
Aquellos eran ciertos campesinos que, en contacto con las ideologías izquierdistas, soñaban con un futuro nuevo. Para el conde, ese futuro era un brinco en las tinieblas, pero unos pocos campesinos soñaban con brincar. Eran los que no se mordían la lengua: que si le pagamos demasiado al conde, que si es un haragán que no se ha ganado la riqueza que posee, que si es una sanguijuela o un buitre, como afirmaba Manuel, dispuesto a desgarrar la carne de los pobres. En fin, los comentarios habituales en los corrillos y las esquinas, junto al otro asunto predilecto: los temas de alcoba.
Llamó a la puerta de Carmen. La historia de Carmen es la de una viuda coraje de los tiempos recios de la primera mitad del siglo XX. Casada joven, nada menos que le dio tiempo a engendrar y criar siete hijos. Siete. Los dos primeros nacieron en la Casa de la Sima. Llamados por el conde, el joven matrimonio se instaló a trabajar sus tierras aquí. Para el conde era una de las personas más respetables del pueblo; y eso que era plebeya.
Aquí las casas tienen un perfil similar. Una planta baja en la que se vive, con sus cuartos, su cocina y la cuadra. Qué vivir tan diferente al de la ciudad. Aquí las familias habitaban casas en torno a las caballerías, como para caldearse con sus vapores, o quizás para conservar la llave de su supervivencia. No había estos olores en la ciudad. Había otros. La segunda planta era el terrado, donde se disponía de atrojes y orzas, así como de espacio suficiente para guardar las carnes del gorrino y los perniles. La de Carmen, de factura reciente, era una de estas grandes casas.
La casa de Carmen era el todo, con su lado bueno y su lado malo. Después de todo 7 es un número asociado a la obra creadora de Dios. Carmen ejercía un auténtico matriarcado, cercano a la dirección de una casa real. Sus hijos la respetaban y la obedecían, y desde pequeños habían aprendido muy bien que en el reino de su madre cada uno se ganaba su pan cultivando y pastoreando. Por su parte, Carmen había realizado una auténtica política de fortalecimiento de su casa. Sobre todo desde la muerte de su marido. En realidad, las líneas maestras las trazaron los dos nada más contraer matrimonio: trabajar, trabajar la tierra; ahorrar, ahorrar tanto como se pueda, y, comprar, comprar tanta tierra como sea posible.
El diseño de la familia de Carmen era similar al de otras familias de arrendatarios. Sus padres procedían de La Manchuela, de Casas de Ves. Pero ella nunca fue a visitar la tierra de origen de sus padres. No era fácil gobernar una casa tan extensa como aquella. ¿A qué habrá venido el conde? Si no viene por aquí antes de septiembre. Era lo que se comentaba en la casa.
El conde entró en la casa. Fue agasajado, y se le notaba que estas atenciones de sus subordinados incrementaban su orgullo personal. La mujer estaba mirando al conde como quien escudriña en un cuadro colgado en un museo. Le hizo un minucioso examen. Observó que vestía modestamente y con botas; unas botas que ya habían cogido polvo, sin duda del camino hasta aquí. Pero Carmen no era mujer de rodeos, y en cuanto hubo tomado un trozo de madalena y apurado un vasico de aguardiente, le espetó que cuál era el motivo de su visita en una época en la que jamás había aparecido por su casa. Aquella era la pregunta de una mujer inteligente; ni siquiera quiso ayudarse del auxilio de sus hijos varones; no los necesitaba para una posible negociación.
El conde ya sabía de esta manera de proceder, y no se vio intimidado por la actitud de la viuda. Vengo a venderte parte de mis tierras, le dijo. Era lo que había pensado Carmen justo antes de abrirle la puerta al amo. Por supuesto, no se esforzó en ocultar su interés por la compra, pero sí subrayó que sus ahorros eran reducidos dados los últimos años tan duros que habían vivido.
En torno a aquella mesa se cerró un trato extraordinario: más de 20 hectáreas pasarían en unos cuantos años a la casa de Carmen, mediante pagos en metálico yen trabajo. Para Carmen aquel trato significaba asegurar en parte el futuro de su prole, garantizarles una base de propiedad. Los polluelos podían tener un futuro modesto, basado en el trabajo duro de la tierra, pero con mínimo asegurado. El conde se iría desprendiendo de sus propiedades paulatinamente y reorientando sus negocios en la gran ciudad. Corrían otros vientos y el aristócrata estaba invirtiendo en el negocio inmobiliario. Y en sus abultados gastos de bragueta.
Carmen y su marido trabajaban aquellas tierras desde que se instalaron en el pueblo. Eran tierras del conde pero se sentían ligados a ellas por recios lazos. Carmen amaba aquellas tierras carnalmente. Conocía cada palmo, el lugar donde había piedras, donde se encontraban los ribazos. Incluso ella misma había tirado de la mula nada más desparecer su marido. Desde el barranco hasta la rambla: toda una hacienda.
Los campesinos tenían la manía de ser propietarios. El agricultor-propietario cambió de arriba a abajo la tierra.
En Los Ruices, 7 mayo 2020.