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LA BITÁCORA //JCPG

Sigue adelante la marcha del coronavirus, con su rastro de muertos, contados ya en las teles como los goles del Molinón. Mientras, un largo etcétera de bienhechores, se esmeran y auto-explotan en su trabajo. ¿Cuántos muertos van ya? ¿20.000, 30.000? ¿O eran goles marcados en la liga del último domingo?

Evidentemente no todo el mundo permanece encerrado en su casa, confinado como se dice ahora. Hay quien sale con su perro 20 veces al día o quien camina varios kilómetros antes de acudir al supermercado. Incluso existen los que se han dado a coger espárragos y collejas, los frutos del tiempo. Incluso yo mismo me doy a la fuga. Lo hago por la noche, al entregarme al sueño. A la mañana siguiente me despierto sorprendido por el hecho de que la realidad siga siendo la misma que los treinta y tantos días anteriores.

Me consta que algún vecino huye de la persecución mediante el alcohol. Tampoco sale de las cuatro paredes de su casa, pero realiza viajes sorprendentes a territorios que sólo su mente es capaz de plantear. Para el alcohol, es evidente que el siglo XVII introdujo enormes novedades, sobre todo en lo que se refiere a lo hábitos de bebida.

Los que cambiaron esos hábitos fueron especialmente los holandeses. Por esta razón quizás habría que sospechar que cuando el primer ministro neerlandés y alguno de sus ministros nos acusaron de manirrotos y lanzaron al horizonte la proclama de que, ante el coronavirus, preferían la muerte de los abuelos a enfrentarse a un deterioro galopante del bienestar; por eso (estaba diciendo), quizás hay que pensar que tenían una carga alcohólica, que no vírica, en sus cuerpos bastante más abultada de lo que las apariencias dejaban ver. Ellos, con sus barcos, difundieron, evidentemente, los vinos y todos sus primos, pero también la ginebra, el vodka y el whisky, una bebida escocesa e irlandesa, elaborada a partir de cebada o centeno malteado.

En la aldea, el alcohol era una evidente realidad. Después de todo, era la fuente de la vida, extendiéndose constantemente la superficie plantada de viñas. En cada mesa, no faltaba el vino. Incluso se mojaban en él las magdalenas, a las que recuerdo hacer un agujero por el culo para rellenarlas del brebaje de los dioses.

Naturalmente, había vecinos que abusaban de la coñac y de otros alcoholes, hasta llegar al momento en que el espíritu queda abastardeado y los discursos dejan de estar lejos de un Graco de la antigüedad, pues se convierten más bien en arengas groseras. Si bien es cierto que, en ocasiones, oyendo a alegres bebedores uno se desclavija de la risa y teme entregar su alma a Dios en un instante. Todos conocemos las debilidades humanas y los defectos de algunos son, al final, perdonables cuando percibimos la presencia de ciertas debilidades en nosotros mismos. Quizás, podría decirse que, la presencia cotidiana del vino y de sus primos, permitía a los campesinos tener más posibilidades de llegar a la embriaguez, tal como dijo Pipes del campesinado ruso, que tuvo más a mano todavía el vodka. Pero la realidad desmiente este aserto, pues escaseaban los tendentes a la embriaguez.

Apenas sabía nada de los holandeses, pero estaba en la barra del bar apurando la última copa de coñac. Su nombre era Ciro y poco tenía que ver con el persa. Ahora, con sólo oír el soniquete de las copas y de las botellas, caía en éxtasis cono si disfrutara de los bienes del Paraíso. Vivía solo y a nadie debía explicaciones. El bar quedaba como a 300 metros de su casa. Así que se aplicó a bajar las escaleras, algo así como 30 o 35 escalones, bastante empinados. Tenía suerte de que este recorrido se hiciera en un escalera estrecha; las paredes de ambos lados contribuyen a aumentar la estabilidad de su cuerpo. Era un tipo corpulento y alto; además había cogido kilos con la edad; aunque la afición a la bebida la tenía desde su juventud, su frecuentación del bar y de la embriaguez se había hecho casi cotidiana desde la muerte de su mujer. Los vecinos lo daban por un caso perdido; oí alguna vez que alguien comentaba que era como si estuviera acelerando su camino al otro mundo, como si quisiera desaparecer lo antes posible. Supongo que jamás lo leyó, pero tal vez sí que pudo pensar de forma similar a los bebedores del Gargantúa de Rabelais:

“El remedio contra la sed es contrario al que se da contra la mordedura del perro; corred siempre detrás del perro y jamás os morderá; bebed siempre antes de la sed y jamás os llegará”.

En aquellas jornadas, solía hacerse acompañar por varios vecinos. Uno de ellos era el Loño, todo un personaje, vividor, algo pendenciero y también solitario. Residía en el Molino del Risco, y muchas veces tenía que ser traslado allí por otros, cuando la embriaguez se le había hecho dueña. Retazos de su historia he colocado en esta columna, y no es cosa que ahora volvamos sobre él.

Y el fatídico día le llegó al tío Ciro. Lo supuse rápidamente cuando, como otras veces, mi abuela cogió su rosario y le dijo a mi madre que se iba a casa del muerto. El muerto era él. Esto pasaba con frecuencia en la aldea. Como niño que era había podido comprobar casi estadísticamente que eran los mayores los que más afición tenían a visitar La Cañá para rematar su vida. En dicho lugar se hallaba y se halla el cementerio. Imagino que la mayoría no tenían tanta prisa como el muerto por llegar a su destino final. Aunque a veces también caía alguien más joven, como Javier, un chaval de mi quinta al que un desgraciado accidente de verano se lo llevó por delante. Fue, naturalmente, un trágico acontecimiento que conmovió los cimientos de la comunidad y dejó un triste recuerdo en adelante.

Ciro era devoto. Cierto que cogía buenas borracheras, pero en el postrarse ante la Virgen había algo especial, más allá de la devoción común. Lo presenciaba siendo yo monaguillo, y siempre me sorprendía por su actitud de entrega y por su concentración en la oración. Realmente parecía manifestarse en él una potente energía anímica y religiosa.

 

 

 

 

 

 

 

Se tomen por donde se tomen son dos imágenes bien impactantes. También muy diferentes, y no sólo por el hecho de que la primera sea una pintura. Andrea Mantegna, uno de los grandes del Cinquecentto italiano, buscó la crudeza y la representación en perspectiva; es una de las grandes cumbres de la pintura de Occidente. La fotografía es el velatorio de Juan Larra, de 1951. Un mismo suceso: la muerte. Siglos entre uno y otro, a los que deben sumarse los de la muerte del Redentor. Una misma representación hogareña: la muerte en casa, íntima, lejos de los actuales tanatorios. La imagen del siglo XX está cerca de los velatorios familiares de hace décadas en la aldea.

Rezar el rosario. Esto llevaba tiempo. Lo hacían en la habitación contigua a la que contenía el cuerpo del difunto. Para un crío como yo, oír estas cosas, incluidos ciertos detalles del amortajamiento, era verdaderamente intrigante. Porque la abuela era una de las mujeres que ayudaba en el proceso de amortajamiento. Mi madre decía que no se había perdido ni uno de los amortajamientos de los “viejos”. Este término, viejos, designaba a todos aquellos que pertenecían a la generación anterior a la de mi abuela. Es decir, gentes que habían nacido ya en el siglo XIX.

En aquel entonces, se moría en casa. Se velaba al muerto en su propia casa. La realidad actual de los tanatorios es bien reciente. Entonces, al muerto no se le escamoteaba su final entre la familia. El crío advertiría después cómo las hermanas del difunto llevaban ropas negras durante meses. El luto se mantenía entonces como un homenaje merecido hacia la persona muerta. No hubo emoción durante el funeral; me temo que a este pobre hombre había demasiados que lo habían descartado ya.

No recuerdo más de aquellos días, pero sí un elemento que ha ido emergiendo intermitentemente a mi alrededor. En efecto, fue en aquellos días cuando oí la frase: “este hombre nació con gracia”. No podía saber qué era eso de nacer con gracia. ¿Tener cierta soltura para contar chistes? ¿Ser gracioso? ¿Inspirar la risa a cada frase? Era toda una incógnita que me guardé en algún lugar por ahí adentro casi hasta olvidarlo.

Recuerdo vagamente mis frecuentes visitas a un callejón de la calle Real, en Utiel. Íbamos a Utiel para casi todo. Era la urbe. Ropa, comida, aperos. Todo lo tenía el Utiel de aquel entonces. También esta gente que había nacido con gracia. La frase de marras aludía a esos niños, uno entre miles, que nacen con el amnio, es decir una parte de la placenta, según parece la tela interna que los cobija en el vientre de la madre. Siglos atrás se consideraba que dicha tela era, en realidad, el alma externa del individuo, ya que la otra se alojaba en algún lugar en el interior del cuerpo.

En algún lugar de esta utielana calle de Santa María vivía la tía Nemesia. Sí, hacía lo del vaso con agua y aceite. Colocaba una mano en mi frente, dibujaba una cruz y recitaba una oración (así lo supongo) que yo no era capaz de siquiera oír.

Ancestralmente, y en muchísimas culturas, incluso alejadas entre sí miles de kilómetros, se ha considerado que los niños nacidos con gracia poseían poderes especiales. La tía Nemesia, que así se llamaba la utielana de la calle Real, vivía en uno de aquellos callejones. Hoy no puedo recordar cuál. Lo cierto es que a un crío como yo le habían echado el mal de ojo, un asunto bastante enigmático, pero que desembocaba en una especie de modorra y desgano vital increíbles. Bastaban las artes de esta mujer bienhechora para que esa especie de maleficio desapareciera.

Me traiciona aquí la memoria. Es lo que tienen los recuerdos. El acto de recordar no está libre de problemas. Seguramente nada de lo sucedido en el pasado debería perderse, pero lo cierto es que preservamos bastante poco. Yo mismo pienso que no tenemos garantía ninguna de que lo que recordamos es lo que fue verdaderamente importante y ni siquiera sabemos si lo que recordamos es lo digno de ser recordado en nuestras vidas.

Eran tiempos casi prehistóricos. Ir a Utiel casi era algo heroico. El tío Vicente con su coche nos llevaba a mi madre y a mí a visitar a la tía Nemesia. Había mujeres (siempre mujeres, y de cierta edad, si es que no ya mayores) que realizaban “prodigios” tales como recolocar huesos salidos. Pero la gracia era sólo un atributo de afortunados. También había en Requena, y también mujer. Ahora que, en la primera fase, los ancianos de la aldea desarrollaban cierta tarea de orientación, por ejemplo el Tío Aniceto Arocas, cuya sabiduría llegaba al consejo sanitario y a colocar las tripas en su sitio de los niños que habían nacido quebrados.

Ancianidad. Condición femenina. La gracia ejercida para el bien. Nada pedían estos bienhechores. ¿Existen todavía gentes nacidas con gracia?

 

 

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