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Requena (21/06/18). LA BITÁCORA /JCPG

El marqués de Bradomín no entendía el amor de los efebos. Tampoco entendía la música del teutón Richard Wagner, y algo de esto es lo que me pasa a mí con la televisión y la aplastante realidad que nos circunda. Oigo los comentarios de amigos y amigas que platican con gran erudición sobre el último capítulo de la serie de moda, en tanto permanezco mudo. La verdad, que no quiero reconocerles, es que apenas veo tele, especialmente entre semana. Y nos es por presumir de un distanciamiento del vulgo corriente: se trata claramente de un caso de flojera, pues en cuanto cae la noche apenas puedo permanecer despierto. Vamos, la claridad: si me pongo en la tele, me duermo.

Lo que me asombra de la tele es la capacidad que posee para convertir a un vulgar ser corriente de la calle, como cualquiera de nosotros, en un fenómeno del mundo de la comunicación. El asunto tiene su lado perverso, no hay duda. Es posible escuchar y ver a la ubicua Elisa Beni opinar de todo, pero absolutamente de todo, y ver a una Belén Esteban vocear el medio del plató y conseguir los aplausos de la gente. Asombroso; sería posible organizar un debate sobre el mundo de los dorios con la acreditada opinión del profesor Rodríguez Adrados, mientras que Elisa Beni acapara el tiempo de la opinión y Belén Esteban consigue aplauso tras aplauso opinar sobre las costumbres dóricas. Así está el mundo de la tele.

La rambla de La Cornudilla, todo un tótem para los habitantes de Los Ruices. Allí lavaron durante siglos sus ropas las mujeres de la aldea. La gente se surtió de su agua. Hasta que se canalizó con tal de aportar seguridad a la aldea: la importancia de abrir el grifo con garantías de que sale agua. Aún hay mucha gente en este mundo que no dispone de un lujo como éste.
Me pasan estas gilipolleces por la cabeza mientras paseo entre dunas y con un airazo de campeonato que agita los hierbajos que han conseguido germinar en los lomos de estas pequeñas colinas arenosas. La playa está a unos pasos, nada más que a unos pasos. A los árboles les cuesta crecer junto a las dunas; supongo que el suelo no es muy propicio, pero tampoco se lo pone fácil el terrible airazo que sopla. Ya se han acostumbrado secularmente a esta situación. No les cae de nuevo.

Giotto, La huida a Egipto. Capilla de los Scrovegni. Esos son nuestros azules. Los limpios cielos de nuestros horizontes, precisamente propios de un área más seca. Es posible que el pintor trecentista florentino se inspirara en los cielos azules intensos de los rasos en las áreas mediterráneas del interior. Un azul intenso que rima bien con una escena religiosa e intensamente sentida en el primitivo cristianismo.

La fotografía no es inocente. Al fondo, los barcos que desean anclarse en el puerto de Valencia o están saliendo del mismo. Barcos es lo mismo que comercio, relación humana e intercambio, pero también es contaminación, residuos, suciedad para la playa.
Las dunas son como un ser vivo; consiguen desplazarse. En este ámbito mediterráneo y costero, la duna está protegida. Un pequeño vallado de madera las protege de los humanos, los seres más destructivos de este mundo. La gente pasea, se sienta, va en bici o corre por itinerario habilitados.

No sé de un elemento móvil e inerte en nuestro territorio, en el interior. Quizás lo más aproximado sean las ramblas, que pueden cambiar su cauce con las riadas. La rambla del Calabacho posee tramos donde las paredes de tierra suelen caer. Los agricultores luchan contra esto como pueden. Recuerdo la labor de muchos de mi pueblo protegiendo la propiedad. Vamos a colocar un cañar para que haga de parapeto; así el cauce del agua se queda más allá; esto decía mi abuelo. Gran conocimiento: en pocos años el cauce se alejó y ganó unos palmos de terreno; ya se sabe tierra para poner viña, qué si no.

Un camino entre las dunas. Lleva a la playa, un destino paradisíaco. El Saler, Valencia.
Sigo paseando entre dunas. A pesar del airazo, resulta placentero divagar con la mente por estos cielos gaseosos, repletos de humedad, con luz algo tamizada por una cierta neblina. Mientras puedo comparar. Es inevitable. Comparo con los colores rotundos de nuestra tierra, donde el cielo es tan azul como el azul que Giotto pintó en la Italia del Trecento. Donde la humedad está tan ausente que no hay luz tamizada por una neblina. Compartimos también el conejo, un animal que alimenta a zorros y rapaces. Este año, las cerrajas, esas plantas que de cuando en cuando proliferan en las viñas antes de los rigores del estío, están intactas; no hay duda, pues, escasean los conejos. Sin duda para alegría de muchos agricultores que verán así libres de los dientes de estos animales, las cepas jóvenes. El conejo sale rápido y desaparece rápidamente entre los matojos.

Comparando azules.

En Los Ruices, a 20 de junio de 2018.

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