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Requena (09/01/18) LA HISTORIA EN PÍLDORAS /Ignacio Latorre Zacarés
Para l@s compañer@s de la función pública. 

El del bigote es un asunto delicado, por no decir “complejo” que es como ahora se tilda a cualquier situación en que se tenga que exprimir un poco las meninges. No a mucha gente le sienta bien el mostacho, pero cuando lo portan ya años, uno no se lo imaginan sin ese velludo atributo. Emmanuel Carrère en su kafkiana y desasosegante novela “El bigote” narró las peripecias de un ciudadano medio francés que un día decidió afeitarse el bigote que le acompañaba desde hacía muchos años para darle una sorpresa a su esposa. Atónito, el mostachudo gabacho observó cómo ni su mujer, ni sus compañeros, ni sus amigos, tuvieron la más mínima reacción ante su nueva imagen. ¿Pero nadie advierte que se ha afeitado el bigote que llevaba toda la vida? Un hecho banal, una situación cotidiana, se va convirtiendo en un verdadero infierno para el protagonista que llega a la enajenación cuando todo el mundo le intenta convencer que nunca ha llevado bigote y que las fotografías antiguas con su rutilante mostacho son una burda manipulación.

Un servidor nunca se ha dejado el bigote, aunque sí la barba, más por desaliño que por estética (que desaliñado soylo bastante). Esto del bigote puede entenderse como una opción personal, pero no siempre fue así y si no que se lo pregunten a los empleados municipales requenenses de 1900, pero como ya no se les puede preguntar, se lo cuento yo, si eso les vale…

Corría julio de 1900 y un concejal advirtió que se había instalado un campamento de nómadas en las afueras de Requena y al ir a desalojarlos por orden del alcalde, los calós no habían hecho ni caso a los alguaciles. Para el concejal don Remigio no era nada extraño esta desobediencia, dado que los empleados utilizaban por uniforme sólo una gorra y no llevaban bigote. Para el consejero el bigote era señal de autoridad y “no dejan de imprimir al cargo el respeto y consideraciones que merece”. Algo de razón tenía don Remigio, porque según quien lleve el bigote y más cuando alcanza la envergadura de mostacho, puede llegar a imponer como los guardias civiles de antaño (que en nada se parecen a los de hogaño).

Por unanimidad, el pleno municipal acordó que los alguaciles y porteros usaran los uniformes, “dejándose el bigote como todos los demás dependientes del municipio”. Pues sí, todo el Ayuntamiento de Requena con bigotes. Si el alcalde actual diera la misma orden, lo de uno aún tendría un pase, pero (dicho con cariño para las compañeras) no sé como quedaría el bozo a mis estimadas señoras secretaria e interventora (“pararía raro” como dicen con benevolencia en la Venta del Moro). ¡Ay si levantara la cabeza don Remigio y viera la función pública tan feminizada! (se alegraría creo yo).

Eso de llevar bigote tiene su aquel, sobre todo cuando es largo. En casi todas las localidades de la comarca (Caudete, Jaraguas, Fuenterrobles, Utiel, Campo Arcís, Hortunas, San Antonio…) hay un individuo apodado “el Bigotes” o incluso “Bigotezorra” como en Requena.

Pasaba un mes y aún había dependientes municipales sin su mostachete, así que don Remigio volvió a elevar su enérgica protesta que era aún mayor, pues ¡ni se habían calado la gorra!

La gorra es una bonita prenda que suelo utilizar desde hace años, aunque ahora estoy ya en plena transición hacia el señorial sombrero (augurio de la futura boina). Pero en los principios del siglo XX la cuestión de la gorra no era estética, sino que era una obligación para los sufridos funcionarios requenenses. En 1912, doce años después, don Remigio (¡qué perra con el asunto!) volvió a la carga y se acordó que los empleados de Consumos y agentes municipales usaran gorras de uniforme como distintivos y que se adquirieran a la mayor brevedad posible.

La situación de los uniformes no pasó inadvertida a la prensa local y en 1913 un reportero en la sección de noticias de El Distrito clamaba contra el alcalde de Requena porque en pleno verano tenía a los pobres guardias vestidos de invierno. Decía que estaban “asados” y el problema recaía en que para completar todos los uniformes de verano de guardias, les faltaba sólo uno de rayadillo. Así que como buenos hispánicos… o todos o nadie: ¡a freírse vivos! El periodista sugirió abrir una suscripción popular para abonar a la caja municipal las veinte pesetas que costaba el único uniforme faltante. Esta vez la prensa local había sido benévola con los sufridos guardias que soportaban el infernal verano comarcano, pues en anteriores ocasiones les habían acusado de estar más en los cafés de señoritas que en las calles. El asunto de los uniformes y los guardias es un Guadiana que pasan los años y cada poco vuelve a reproducirse (estén al tanto).

Llega 1948 y el Ayuntamiento de Requena decidió uniformar convenientemente a sus empleados, celebrando un concurso de contratación al que se presentaron once empresas de Requena y Valencia. La propuesta inicial para los seis alguaciles era un informe completo de verano y otro de invierno con gorra, calzado y pelliza para el crudo frío comarcano. Para los cuatro guardias se requería calzado, gorra, un pantalón y guerrera para el verano y pantalón y capote para el invierno, ofreciéndonos esa antigua imagen de la autoridad con su capa (¡qué imponía que no veas!). Para los serenos gorra y calzado de un año de duración y un capote de cinco años al menos de durabilidad. Al jardinero lo dotaban de uniforme de pana con sombrero, bastón y bandolera para el invierno y otro uniforme para el verano, amén de un mono de trabajo y calzado. Los peor dotados (en indumentaria) eran los conserjes del mercado, matadero y auxiliar del sepulturero a los cuales se les proporcionaba sólo una gorra y a volar.

El uniforme era de obligado uso en funciones municipales y debía ser el adecuado a la estación del año y, por cierto, el cambio de indumentaria de verano a invierno también se realizaría cuando lo indicara el concejal de personal. Así el personal se vestía según fuera más o menos friolero el concejal (en plena posguerra, bromas las precisas). Además, si la prenda se deterioraba la tenía que reponer el funcionario.

Finalmente, este concurso se le adjudicó a don Ramón Collado de Valencia que vestiría a los empleados con uniforme a la medida por 573 pesetas cada traje. La normativa concluía en el duodécimo punto que sancionaba la falta de aseo y limpieza y, ahora sí, obligaba a los funcionarios a ir correctamente afeitados (ya no estaba don Remigio en la corporación para exigir los bigotes). Menos mal que ahora son menos escrupulosos con esto de la imagen, pues no sé que iban a hacer con el archivero-bibliotecario y el informático actual del Ayuntamiento de Requena.

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