Semáforos en el puente de la N-III para regular la circulación tras la Dana
Leer más
AVA-ASAJA solicita costear las reparaciones de los agricultores que no pueden esperar a los gobiernos
Leer más
El Ayuntamiento de Caudete de las Fuentes hace balance de estas semanas tras la Dana
Leer más

LA BITÁCORA // JCPG
Requena (31/05/18)
El escenario de un paisaje natural y agrario pletórico de esplendor es en estas semanas una realidad en nuestra tierra. Pisando la tierra, abriéndose paso entre las cepas, sorteando las aliagas, saltando ribazos, se comprende que exista toda una mística asociada a la naturaleza. Está tan bello el paisaje natural, están tan extraordinarias la viñas, que uno no tiene más que apreciar la marcha autónoma de lo natural frente a lo humano. Gracias a Dios.
Porque en este terreno la situación es preocupante. El gran período de modernización y reformas que abrió 1978 no nos ha inmunizado frente a las aventuras de diferente naturaleza, mientras que la sentencia de Gürtel nos conduce a contemplar el período de la transición como un mundo de ayer, como una tiempo y un lugar que ya han caducado, que se han convertido en niebla. Viene al pelo el sentido global del libro de Stefan Zweig, porque es la plasmación de la melancólica referencia del autor al mundo que se ha desvanecido del período de entreguerras. Es un  tiempo que añora, pero que ya ha sido fulminado por rayos destructores.
Pasear contemplando, entendiendo, percibiendo las heridas del tiempo. El tiempo, siempre tan inmisericorde con las cosas y los seres de este mundo. Zweig atormentado personal e intelectualmente por la caída de su Europa en el totalitarismo nazi, en esa bastarda criatura de la modernidad que pretendió construir un nuevo ser humano. Uno se reconcilia con la vida al contemplar la belleza de los campos de ababoles, al andar sobre las sorrilás de los tractores. Aunque exista un Torrà, al que se califica de supremacista, es decir, como una especie de Hitler antes de Hitler; antes del infausto día de enero de 1933 en que el presidente Hindenburg entregó, rindió, la democracia alemana a ese movimiento que iba a arrasar Europa, y a muchas comunidades humanas. Reconciliarse es posible en medio del campo, olvidando así a los Rajoy y compañía, los ERE´s andaluces y todos los otros asuntos turbios que han llevado nuestra sociedad al fango, al barrizal.
Pero el paisaje contiene los surcos del tiempo. Ir al paisaje agrario es una vía de escape, pero también reconocer los lazos invisibles que le siguen uniendo a uno a una tierra y a una sociedad. Es un archivo de lo que la naturaleza es capaz de hacer, transformar y regenerar; pero también un almacén de las experiencias acumuladas por los seres humanos. Empeñados durante milenios en ponerlo a sus pies, por fin lo han conseguido. El viejo barranco Villarejo, que conoció aquellas partidas de cazadores -Arsenios, Gapis, Jesús, Alejo, Cándido, Marianos- que extraían tesoros enteros de su fauna vió hace tiempo perecer su papel como fuente de ocio y de carne de caza. Hoy ha vuelto a resurgir. El zorro, viejo señor en otro tiempo amenazado por su contrincante humano, vuelve por sus fueros como auténtico rey del suelo. A ratos uno lo ve al atardecer pasearse sin asustarse de los que por allí pasan.

El barranco Villarejo es todo un dios. Fuente de caza: conejos, palomos torcaces,…Las cuadrillas de cazadores se afanaban aquí con hurones, redes y escopetas. A su alrededor se tejieron amistades y enemistades, se afrontaron tiempos duros con su caza y hoy constituyen uno de los nervios divinos de la aldea. Pero el barranco pone en evidencia la fragilidad de un suelo pronto a erosionarse, a convertirse en nada. Lluvias torrenciales de otro tiempo iban horadando el barranco a su inicio, junto al camino, en las tierras de Cirilo. Hoy, la introducción de potente maquinaria mantiene a raya la acción destructora de las aguas.
Testigo del tiempo. Mapa de un país desconocido que cambia casi de año en año. Eso es el paisaje. El área de la que hablo era apenas un borrador de lo que hoy aparece ante nuestros ojos hace unos diez años. El hombre ha removido tierras, ha suprimido barrancos, ha eliminado hormas y ribazos, es decir, ha realizado una cirugía estética sobre la tierra. Aunque la operación haya sido profunda, debemos reconocer que el resultado es más satisfactorio que el que algunos humanos realizan sobre superficies de su cuerpo.
No deja de ser irónico, o terriblemente desesperante, que la escuela actual se vuelque por completo sobre las nuevas tecnología y no sobre el paisaje. Todo lo que no lleva el marchamo de las nuevas tecnologías corre el riesgo de ser catalogado de conservador y carca. No se repara en la potencialidad pedagógica que existe en el uso de las nuevas tecnologías; estoy seguro que la escuela las usa masivamente sin caer en la cuenta de su auténtica utilidad para la formación de los adolescentes. En cambio, mientras las tecnologías son algo efímero, mecanismos rápidamente enfermos de obsolescencia porque son superados por nuevos avances tecnológicos, la escuela orilla el paisaje, precisamente cuando constituye la plataforma más compleja, reveladora y formativa de la interacción del ser humano con la naturaleza. ¡Cuánto se puede aprender en estas tierras del funcionamiento de la sociedad, de la personalidad de los agricultores, de filosofía, de patriotismo, de estética, de historia,…!
 

El barranco ha estado, y está en permanente diálogo  con los agricultores que lo rodean. Mantenerlo a raya, esa es la consigna del agricultor que se precie. Un barranco como este, donde han surgido carrascas, pinos, matujas, debe ser bien cuidado. Lo saben los agricultores. Su vegetación sostiene la tierra e impide el progreso de la destrucción, el avance de los procesos erosivos.
El paisaje es el mejor libro de texto. Y está abierto, esperando a sus lectores y sus estudiantes. Hay que educar la mirada. Vale la pena hacerlo; nos va el futuro en ello. Si no se enseña a mirar y a analizar con los ojos, nuestros adolescentes acabarán por despegarse por completo de su naturaleza, de su paisaje.
Una de las voces imprescindibles de nuestra tierra son las viñas. Disfrutar con su germinación, con su crecimiento, con su evolución a lo largo del año, educar en el disfrute del vino; son tareas pendientes; requieren tiempo, campañas publicitarias, acciones concretas de difusión. ¿Existe, por ejemplo, un visión más espectacular que la de las viñas en agosto, temprano, cuando el sol se levanta y relucen los verdes claros de las pámpanas? El tío Julián tenía horno y también tienda, pero era propietario de algunas viñas; eran pequeñas parcelas, pero capaces de dar un complemento alimenticio a la familia. No en vano tuvo cuatro hijos con su esposa, mi tía Gregoria. Para mí eran casi como hermanos. Recuerdo a mi tío en las vendimias. Aquellos días de lluvia, con las tardanas, que siempre se vendimiaban en época problemática, por el tiempo, digo. Se ponía a llover y mi tío se enfundaba de cabeza a pies en un mono impermeable. En el almuerzo, se iniciaba un ritual: bocadillo y bota; todo un momento solemne era el de tomar el vino, antes de volver al duro trabajo de vendimiar. Al mediodía, la tía Gregoria abría la merendera -el nombre actual de tuper me resulta tan extraño…- y sacaba aquellos deliciosos pimientos fritos que eran un auténtico manjar.
Son ayeres los compañeros imprescindibles de las viñas. Están ahí y es imposible eludirlos, cerrar los ojos ante la realidad. Aparecen cuando uno menos lo espera. Tienen un punto de tristeza y de melancolía. Remiten al pasado y suponen una advertencia para el futuro. Son los despoblados: lo que fue y ya no es. Fueron lugares habitados. Hoy son ruinas. Quizás dentro de cien años, como El Cabildo, sean simplemente un recuerdo. La responsabilidad de esta situación es de la modernización, una palabra que requiere que pongamos en duda, que empecemos a variar su significado, porque está siempre asociada a lo positivo.
Hice las fotos que pongo aquí a continuación de estos renglones el pasado domingo. Una mañana extraordinaria en la que pude visitar algunos lugares ya muertos: sólo quedan los restos arqueológicos, los esqueletos de la habitación humana. Puedo decir que no hay mejor espectáculo estos días que contemplar la naturaleza. Pero la mirada se vuelve triste al ver el estado de abandono y destrucción de los lugares. En algunos la vegetación, hoy verde, mañana quemada por el sol del verano, oculta los montones de ruinas de lo que en su día fueron casas donde vivían familias enteras. La propia naturaleza está engullendo las poblaciones humanas. ¿Qué quedará dentro de un siglo? A lo mejor hay que ir a los archivos a buscar vestigios de alguna de estas poblaciones. El siglo parece una medida humana. Mi abuela Pilar creía que todo lo que llegara al siglo se convertía en venerable. Había heredado camas que casi lo tenía, en aquellas arcaicas hijuelas. Así que el siglo parece buena medida.

Nadie ha vivido aquí en los últimos sesenta años. Me parece que es casi milagroso que queden muros en pie. Ceden las vigas y todo se viene abajo. Complemento imprescindible de toda casa en aquel tiempo: el horno. No había casa sin horno. El pan era vital.

Destrucción. Son tantos los despoblados que casi podríamos decir que somos una máquina de producir despoblados. Aquí el viejo avispero de la bodega aún permanece intacto. El testigo de las viejas formas y métodos de un sistema agrario hoy sumido en el pasado.

Toda una metáfora de mayo. Los almendros rodeando el pajar. El solar de la antigua viña convertido hoy en un vergel donde crecen hierbas y ababoles que cubren de verdes y rojos una tierra que se nos antoja espectacular. Una historia está aquí contenida. Unas gentes que trabajaban la finca. Unos propietarios latifundistas. Abandono total, o casi, de las viviendas. Donde estan los ababoles existió una viña, una fértil viña. Hoy, abandono. ¿Acaso no es ésta una historia que merece la pena recuperar?
El vino y la viña son las grandes metáforas del mundo y de la vida. Se bebe, se trabaja, se festeja. Pero también se muere, como estos pequeños caseríos abandonados. Las viñas que los rodean son especialmente preciosas. Para mí hay un poderoso complejo simbólico contenido en estos caseríos abandonados y rodeados de viñas: la gran metáfora de la vida humana: existencia, vida, trabajo, fiesta, fe, muerte, resurrección. Sé que es una idea cristiana, pero qué le vamos a hacer: soy cristiano.
Estos ayeres son imprescindibles. Nos modelan como personas y nos hacen conscientes de lo que nos une al pasado. ¿Está nuestra escuela dispuesta a dar la espalda a estos ayeres y seguir embobada con la tecnología y eso que pomposamente se denomina lo moderno?
En Los Ruices, a 30 de mayo de 2018.

Comparte: Ayeres