Requena (10/04/19)LA BITÁCORA /JCPG
Hubo un tiempo en que toda nuestra vida transcurrió en la aldea. Vivíamos entonces entre cosas, paisajes, objetos y rostros familiares. No escapaba casi nada a la vista y los oídos de los vecinos. Los chiquillos no podían asaltar un huerto sin que alguien, por muchas precauciones que pusieran en marcha, acabara por verlos. Era un tiempo en que nuestro contacto iba, como mucho, hasta Utiel o Requena, los días de mercado, quizás incluso para ir al cine los domingos. Era un tiempo en que la bici era nuestro mejor instrumento, con el que íbamos a Las Monjas, a jugar al futbol con el riesgo de ir con el balón por la misma carretera; ir a Los Marcos, y correr el riesgo de que el balón se cayera hacia la carretera de Caudete. La aldea era nuestro universo: Los Ruices era mi universo. Aquello ha desaparecido, pero algo, quizás mucho, queda en el corazón y en el imaginario. Esto nos convierte en seres algo distintos en un entorno como el que nos acoge.
El viejo y cruel auto de fe la Inquisición era un artilugio de propaganda de la fe religiosa ante el mundo. Por supuesto, ante el mundo urbano, donde se concentraba en los siglos del Antiguo Régimen el grueso de la población. Juan Antonio Llorente lo definió así:
“ Auto de fe: es la lectura pública y solemne de los sumarios de procesos del Santo Oficio, y de las sentencias que los inquisidores pronuncian estando presentes los reos o efigies que los representen, concurriendo todas las autoridades y corporaciones respetables del pueblo y particularmente el juez real ordinario, a quien se entregan allí mismo las personas y estatuas condenadas a relajación , para que luego pronuncie sentencias de muerte y fuego conforme a las leyes del reino contra los herejes, y en seguida las haga ejecutar, teniendo a este fin preparados el quemadero, la leña, los suplicios de garrote, y verdugos necesarios, a cuyo fin se le anticipan los avisos oportunos por parte de los inquisidores”. [Citado por Ricardo García Cárcel y Doris Moreno Martínez (2000), Inquisición. Historia crítica. Madrid, pág. 180].
En la hoguera se quema lo indeseado. La ciudad, reflejo del progreso, la modernidad, el futuro, sacrifica la ruralidad, el pueblo, asociado a lo negativo, al subdesarrollo, al atraso, al trabajo demasiado duro, al sacrificio sin recompensa. Son esquemas creados a lo largo de siglos. Los profesores de historia tenemos algo de responsabilidad aquí. ¿Acaso no explicamos el surgimiento de la ciudad, como antorcha de la libertad después de las tinieblas del año mil? ¿No asociamos la ruralidad al feudalismo y la servidumbre? Tópicos, desde luego. Pero cuando se transmiten a los chicos en las aulas, no creo que sean recibidos con matices precisamente.
Paseo por la ciudad cada día. Voy y vengo. Incluso me entretengo. Pero a veces tengo la impresión de vivir en una burbuja, es decir en un mundo artificial. Los coches se tiran constantemente pedos; huelo el humo de sus vientres podridos; oigo los ruidos incesantes de coches y máquinas. Corre todo el mundo al metro. Cada uno a lo suyo.
La ciudad es el mundo repleto. Repleto de gente. Pero, aunque se haya dicho demasiadas veces, y, en consecuencia, haya devenido en tópico: la ciudad es el universo de la inmensa soledad. Soledad, vida urbana, un binomio claro. El extraño es un elemento familiar en la ciudad, incluso en tu misma escalera.
La vieja tiranía que describió Orwell, es evidente, se funda en la necesidad de calor –digámoslo asó- del ser humano. Necesitmos contacto íntimo y protección. La red también nos ofrece la protección del anonimato; pero también nos hace más vulnerables a los controles. Así es como nos vamos acostumbrando a la adoración de las realidades del presente. Llegan algunos al éxtasis con mensajes, intercambio de imágenes; un furor extraordinario excita el placer y la rabia de muchos.
Sería absurdo negar cierta belleza en el urbanismo y la construcción urbana. Pero no entremos en los detalles. Quedémonos en la vista aérea.
En la ciudad, la falta de espacio es un factor a tener muy presente. Salir de la megalópolis amplia el horizonte, infla los pulmones tanto como la vista. El aire de la ciudad hacía libres a la gente medieval. Las masas urbanas han contribuido a la modernización y la democratización social, pero también crean la atmósfera idónea para el germinar de peligrosas ideologías.
El mundo rural nunca ha desempeñado este papel de generador ideológico. Sí que hay que reconocer que genera visiones bucólicas del pasado. Por ejemplo, en mí mismo; reconozco ser víctima de ciertas visiones de esta naturaleza, entre románticas y bucólicas; desde luego, absolutamente nostálgicas.
Insensato y absurdo sería afirman tajantemente que la ciudad genera fluidos negativos. Muchos pensarán algo así: ya están aquí esos carcas de pueblo, que nos saben ni hablar bien y que viven el subdesarrollo, sin cines, sin wifi, sin tantas cosas que son imprescindibles para la vida. No nos podrán echar en cara que reneguemos de la tecnología y del progreso. Por el contrario, nos apuntamos de inmediato a la modernidad tecnológica, y queremos incorporarnos con más audacia a la tecnología de las redes, a la comunicación.
Es cierto. Nos invade la nostalgia de un mundo en el que crecimos. Un mundo que mamamos profundamente, que tenemos en nuestras venas. Un mundo que se nos. Esperemos que sólo sea para transformarse, que mantenga lo positivo, que no se inmole en las hogueras de unas ciudades que han construido lo mejor, pero también alojan lo peor.
Las voces que claman por la España vaciada han gritado bien fuerte. Intentan evitar el auto de fe que el abandono había organizado para nuestros pueblos. La mentalidad urbana había hecho acopio de leña para encender hoguera final. Quizás la pregunta también tendría que ir en otro sentido: ¿el auto de fe no se celebra cada día en nuestro mundo conectado cada día cuando el fuego de la tecnología envuelve a los cerebros más jóvenes?
En Los Ruices, a 10 de abril de 2019.