EL OBSERVATORIO DEL TEJO / JULIÁN SÁNCHEZ
En mis dos anteriores artículos he podido dejar constancia de mis experiencias a la hora de experimentar las alegrías y frivolidades políticas en referencia a las diversas ofertas, dádivas y aguinaldos (este año viene muy a propósito), con destino a la captación del voto del bien intencionado concurrente al anhelado sufragio, pero, aún sin haberse llegado todavía a manifestar plenamente, ya adivinamos, simplemente a consecuencia de las circunstancias del medio en el que nos estamos moviendo, que en el presente proceso electoral, vuelven al ataque, sin esconder el menor pudor, invadiendo nuestras fuentes de anhelos y carencias bajo sendas promesas a porfía, aun admitiendo la evidencia de que realmente deviene más que imposible siquiera la idea de poderse plasmar.
Los emergentes y el populismo no emplean precisamente sutilezas a la hora de lanzarnos toda una carta de ofertas socioeconómicas, bajo la pretensión de desagraviar nuestra depauperada economía, significativamente vituperada por la puñetera crisis y las políticas de contención y recorte de los gobiernos de Zapatero y Rajoy. De esta guisa, aun modificando conceptos y denominaciones, hacen referencia a lo que anteriormente denominaban como renta básica, recauchutando el concepto con la nueva acepción de renta mínima, dejándolo en un pago de 600 euros mensuales garantizado para personas sin recursos, con la supuesta intención de propiciar que todas las personas puedan hacer frente a los servicios y necesidades más elementales.
En los diversos programas económicos se habla tanto de subir el salario mínimo como de establecer un máximo entre los sueldos que perciben los que más y menos cobran en una empresa. Aún está por concretar cuánto sería esa subida salarial. Dicho mínimo se estipula en 900 euros, perfilado en escala progresiva. Claro que nada dicen en referencia a que las subidas salariales, para que no redunden en negativo sobre el empleo, deben ser siempre aplicadas en proporción a su incidencia en la productividad, habida cuenta que su efecto regresivo en referencia al índice en el desempleo sería más que negativo, y todavía más mortífero si, como se viene anunciando, se apuesta por subir las cotizaciones sociales de las empresas o aumentar y crear figuras impositivas para mantener el sistema de pensiones.
Todavía resultaría más negativo en referencia a su incidencia en los costes laborales, si, como también se anuncia, se decreta la vuelta a la jornada de 35 horas, ya puesta en cuestión hasta por el país que la introdujo que vino a ser Francia, así como la creación de muchas más plazas de funcionarios públicos, todo lo cual efectuado sin los debidos criterios, dispararían el déficit público actualmente en una situación más que preocupante.
Y, hablando de déficit y endeudamiento, habríamos de considerar la idea de que, en relación a los parámetros actuales disparados, la catarata de promesas electorales que venimos relatando, queda en plena evidencia, si tenemos en cuenta la realidad actual de nuestro actual déficit público, habida cuenta que la deuda pública española ha vuelto a superar el umbral de los 1,04 billones de euros, tras la caída excepcional del pasivo de las Administraciones en 13.700 millones, el mayor descenso mensual de la crisis, por diferencias en el calendario de vencimientos y emisiones. En consecuencia la deuda ha crecido en 7.891 millones según el cálculo publicado por el Banco de España.
El nivel de deuda pública española está en máximos desde principios del siglo XX, según la estadística histórica que maneja el Fondo Monetario Internacional (FMI), tras haberse casi triplicado en la crisis financiera. Un aumento en el que también influyen los 60.000 millones en ayudas públicas a la banca y, como recordó Economía, «la contribución española a los programas de rescate de Irlanda, Portugal y Grecia». Aunque este nivel de endeudamiento se vea aliviado por la actual política de bajos tipos de interés propiciada por el BCE, lo cierto y verdad viene a ser que la amenaza de subida de tipos que se vislumbra desde EE.UU. hace presumir un próximo endurecimiento de la política de tipos a nivel europeo, circunstancia que incidiría muy peligrosamente sobre la financiación, como consecuencia de un nivel de endeudamiento tan elevado.
Y si algo faltaba a la cuestión, viene a ser el elevado nivel del endeudamiento autonómico, donde únicamente Madrid, País Vasco y Navarra cumplieron el tope de deuda en 2014. Consecuentemente, el déficit y la deuda lastran inapelablemente al resto de comunidades autónomas, especialmente Cataluña cuyo déficit no puede solventar sin la ayuda del Fondo de Liquidez Autonómico (FLA).
Alexis Tsipras ya realizó en su día un llamamiento público hacia la captación del voto ciudadano, bajo la pretensión programática de suprimir austeridades empleando alegrías presupuestarias y el resultado no pudo ser más adverso: Corralito y vuelta a los recortes, en consecuencia, mucho cuidado con las alegrías preelectorales y todavía más, las postelectorales habida cuenta que las “juergas” siempre llevan implícitas una posterior reacción, la de la resaca, que puede llegar hasta estropear algo tan básico como nuestras propias vísceras.
Y para colmo de actitudes pintorescas de marcadillo contumaz, ya no faltaba otra cosa que encontrarse ante las manifestaciones públicas, promulgadas sobre las sufridas arterias urbanas madrileñas, y otras ciudades notables, saturadas de inmundicia por mor de las notorias impericias de los incipientes gobiernos locales, teniendo que asumir las demagógicas locuciones de una extrema izquierda tradicionalmente habilitada para estos “tumultos”, desempolvando nuevamente las fantasmagóricas pancartas del no a una guerra tan ficticia como supuesta.
La izquierda anticlerical promotora de exposiciones sacrílegas profanadoras de sacramentos, que asalta las capillas católicas, pero que no se atreve ni a mirar siquiera a las mezquitas. La izquierda que promulga impuestos, pero que no acierta ni a saber explicar su fundamento al contribuyente. La izquierda de los figurantes peliculeros del “taquillazo” y la subvención, que mercadean con un cine que financian nuestros impuestos y que cuando se llega a producir, si es que alcanza a llevarse a cabo, resulta la mayor parte de las ocasiones prácticamente infumable. Esa izquierda a cuya realidad programática nos acercó a los entonces jóvenes el contexto de las desgarradoras páginas consumadas en la temible Siberia por el intelectual ruso Aleksandr Solzhenitsyn, y que acabó definitivamente por desvelarnos la piqueta de la libertad, demoledora del encubridor muro de Berlín. La misma izquierda que pretende inducir para nuestro país el panorama político de países que dirimen sus controversias con la oposición democrática a base de cárcel y tiro limpio, la misma que ahora se manifiesta tras la pancarta del “no a la guerra”.
Un no a una guerra cuyas víctimas no reclamaron nunca, pero a cuyos deudos tampoco conceden el derecho siquiera a poder defenderse, aduciendo que lo vayan a hacer desde el odio. Otro intento de marketing político elaborado sobre la tentativa de tratar de conseguir el voto de los cuatro incautos que todavía no han llegado a abrir los ojos a la vida real.
Para poner en evidencia esta actitud, no hay más que hacerse eco de la idea que la profesora y académica francesa Chantal Delsol, manifiesta en las páginas de su libro “Populismos, una defensa de lo indefendible” donde viene a expresar de forma textual lo siguiente: “La diferencia crucial entre la espontaneidad y la conciencia, que marca la separación existente entre la vida y el concepto, suscita para el movimiento comunista una dificultad permanente, al menos allí donde hay que convencer antes de tomar el poder, ya que una vez detenta el poder, ya no se vuelve a preocupar por la voluntad del pueblo. Cuando se ve obligado a jugar al juego democrático, en una sociedad libre, el comunismo debe tener en cuenta las necesidades sencillas de sus electores, simplemente porque el pueblo no aceptaría dedicarse a un concepto…”
En este orden de cosas, la educación del pueblo siempre queda como un estamento pendiente. Del mismo modo que las élites ideológicas, independientemente de su ideal imaginativo, deberían tratar de persuadir a los pueblos de la barbarie de la pena de muerte, dichas élites también habrían de obtener consciencia de la necesidad de proteger a las futuras víctimas frente a potenciales agresiones y reincidencias, pero, sencillamente, para algunos esta viene a ser una ecuación cuya incógnita no aciertan a despejar. Ese punto alcanza a ser en realidad el quid de la cuestión.
Julián Sánchez