EL OBSERVATORIO DEL TEJO . JULIÁN SÁNCHEZ
Tras mi anterior publicación denominada “La España Federal”, un muy buen amigo mío, antiguo compañero de correrías en la transición política derivada de la superación del franquismo, me inquirió, con toda la amabilidad propia de nuestros muchos años de amistad y coexistencia en los ideales comunes, le explicase por qué, a éstas alturas me había vuelto federalista.
Como la explicación seguramente habría de requerir un tiempo muchísimo más prolongado del que ambos disponíamos en aquel momento, le emplacé a reunirnos para dialogar tranquilamente sobre dicha aseveración, cuyo tratamiento seguramente habría de requerir la aportación y discusión de muchos matices. Como quiera que el tiempo pasa y todavía, por unas u otras circunstancias, no hemos podido hacer efectiva la anunciada entrevista, me decido a anticipar en esta página un avance de lo que posteriormente habríamos de trabar en la correspondiente conversación sobre el particular, a fin de ir preparando el inexcusable ambiente de fondo.
En primer lugar sería importante considerar que el estado federal no está muy lejano al actual estado de las autonomías derivado de la Constitución de 1978, en consecuencia estamos conviviendo desde entonces en un Estado federal, perfectible, con deficiencias de origen que es necesario arreglar, habida cuenta que, como consecuencia de la supra valoración que los distintos gobiernos autonómicos han venido otorgando a los diversos estatutos de autonomía, así como las tal vez excesivas delegaciones de competencias que éstos asumen, el poder del Estado ha quedado limitado a un valor cada vez más residual e indefinido, aplicados como están todos los poderes regionales a la construcción de sus correspondientes naciones.
En consecuencia, el desarrollo de carácter federativo que ha venido experimentando el actual Estado autonómico así como la consiguiente inversión en la jerarquía de las demandas políticas que dicho desarrollo ha venido propiciando, es lo que viene a fundamentar desde hace al menos una década una reforma de la Constitución, la cual no ha sido posible llevar a cabo como consecuencia de que cada uno de los dos grandes partidos de ámbito estatal vino dedicando mucha más atención al desarrollo de una necia política consistente en optimizar su propia capacidad de dañar la legitimidad de su adversario que de atender otras necesidades institucionales más necesarias hacia el bien común, sin darse cuenta de que, mediante ésta estrategia lo que estaban favoreciendo venía a ser el deterioro de la suya propia. Esta circunstancia ha venido siendo aprovechada por el populismo para, sin base programática de garantía alguna, ocupar su denostado espacio electoral, únicamente lanzando sus cargas de profundidad bajo la línea de flotación de los dos enormes bajeles que protagonizaron el bipartidismo español durante las últimas dos décadas.
Si hacemos memoria, al menos los que vivimos más o menos intensamente aquellos inolvidables momentos propios de la transición, los constituyentes del nuevo Estado derivado de la Constitución del 78, sólo tuvieron en cuenta la adopción de los procedimientos que habrían de seguirse para dotar de instituciones a las provincias de similares características históricas, culturales y económicas que decidieran formar cada comunidad autónoma, teniendo muy en cuenta una antigua reivindicación del derecho de las regiones y nacionalidades a la autonomía llevada a cabo especialmente en tiempos de la Segunda República, reivindicación ésta de la que la oposición a la dictadura hizo su estandarte. De ésta forma las distintas regiones, comenzando por las denominadas “históricas”, obtenían al fin un reconocimiento estatal hacia una especie de derecho ancestral genuinamente reivindicado. En su justificación a la implantación de la demanda autonómica, los ponentes constituyentes no llegaron a plantearse nunca siquiera proceder a una distribución homogénea del poder al modo de los Estados federales, sino al modo que en España ya lo había intentado la República con el llamado Estado integral. Consecuentemente los términos nacionalidad y autonomía no crearon ningún problema de concepto a la gran mayoría de miembros de la ponencia ni de la comisión constitucional a la hora de plasmar en nuestra Constitución la nueva diversificación del estado único hacia un modelo federal de carácter autonómico.
Las fallidas modificaciones estatutarias preconizadas por el gobierno Zapatero mediante el mal disimulado propósito de reformar la Constitución unilateralmente y de forma subrepticia, así como su imposibilidad de efectuarlas como consecuencia del fallo del Tribunal Constitucional al que recurrió el Partido Popular con la intención de evitarlo, es lo que vino a dar origen al actual estado de crispación que originó el actual movimiento separatista catalán, por lo que, en consecuencia, el principio dispositivo que había actuado en la puesta en marcha y consolidación del sistema de las autonomías quemó sus últimas reservas estructurales hasta quedar plenamente agotado.
El profesor Juan José Linz Storch de Gracia, una de las personalidades más influyentes en el proceso de la transición democrática española, ya vino a indicar en su momento la idea propia de que habría que utilizar el federalismo como un efectivo pacto con las élites nacionalistas catalanas y vascas con idea de propiciar su integración en el nuevo sistema, dejando de lado las dos ideas dominantes en los procesos de construcción del Estado y de la nación: “Que todo Estado debe esforzarse por convertirse en un Estado nacional y que toda nación debe aspirar a convertirse en un Estado”. La esencia del razonamiento de Linz consistía en la idea de que esta situación nueva no puede responder a criterios homogéneos ya que intenta dar respuesta a demandas distintas sobre la construcción de un estado que sirva a los intereses y aspiraciones de todos utilizando una redistribución de poder al que se despoblaría de simbólicas legitimaciones nacionales mediante una efectiva reorganización del anterior modelo de estado.
En consecuencia, cada estado constitutivo del nuevo espectro federal deberá responder unilateralmente del control y distribución de sus propios recursos, así como de la contribución al sostenimiento general del espacio común. Mediante ello se acabarían en consecuencia los paternalismos, así como las alegrías ante los despilfarros de los recursos públicos. Los dirigentes federalistas habrían de comenzar por aprender a entenderse y dejar de lado el sentimiento de ejercer como componentes de tal o cual nación, sino como ciudadanos de un Estado democrático y multinacional que no conoce fronteras interiores ni situaciones propiciatorias de identidades homogéneas, divididas y excluyentes.
¿Seremos capaces de llegar a esta situación? Permitidme manifestar que la actual situación de enfrentamiento político no propicia precisamente el alumbramiento de un acuerdo satisfactorio sobre este particular pero, si verdaderamente deseamos una salida recurrente a tal guirigay, no se divisa otra salida al respecto. O somos capaces de afrontarla, o ya me contaréis la solución.
Julián Sánchez