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Requena (03/04/18).- La Historia en Píldoras –Ignacio Latorre Zacarés
Por un reciente suceso, que más vale no comentar, hablamos en la cuadrilla de los bandoleros modernos. Pero, cuando se mencionan a los bandoleros nos acuden siempre las mismas imágenes del salteador romántico evocado por los viajeros del XIX o por la serie televisiva Curro Jiménez, típico forajido andaluz inspirado en el auténtico Barquero de Cantillana, que tanto nos cautivó junto a sus compañeros el Algarrobo, el Estudiante, el Gitano y el Fraile. Echarse al monte en el XIX fue habitual y nos legó famosos bandoleros como el Tempranillo, que recorrió la serranía de Ronda junto con los siete niños de Écija, o el Pernales, que fue abatido por la guardia civil junto con el Niño de Arahal en 1907. Cantaba el Nuevo Mester de Juglaría: “En la provincia Albacete / en la Sierra de Alcaraz / mataron a El Pernales / también al Niño de Arahal”. Le asignaron una falsa copla-leyenda de Robin Hood: “Ya mataron a Pernales / ladrón de Andalucía. / El que a los ricos robaba / y a los pobres socorría”. Si quieren visitar sus tumbas, diríjanse al cementerio de Alcaraz del que son ilustres moradores. No fue trigo limpio El Pernales.

Pero el fenómeno del bandolerismo es antiguo y diverso, muy anterior a la imagen y aura romántica legada del siglo XIX. El término bandolero es ambiguo jurídicamente, ya que las autoridades de la época gozaban de una amplia facultad de decisión para declarar quién era o no era bandolero y cómo habían de ser punidos. Salteador, ladrón, rodero, merodeador, facineroso, forajido, bandido, cuatrero… todo apelativo podía asignarse. La Academia en 1726 definía bandolero como “el que sigue un bando por enemistad y odio que tiene a otro y se hace al monte, donde los unos y los otros andan forajidos y en continua guerra”. También añadía la definición de que se consideraban bandoleros a los “ladrones y salteadores de caminos” que son las únicas acepciones que aparecerán ya en los diccionarios del XIX.

Nuestra comarca no fue ni mucho menos ajena a estos hechos, especialmente por ser zona fronteriza, tal como se dijo en la audiencia del doctor Tejas en Requena en 1607: “el castigo de los bandoleros y salteadores que han pasado y pasan de los reynos de Aragón y Valençia a estos de Castilla y contra sus rreceptadores e encubridores”. De hecho, el camino real entre Buñol y la frontera de Castilla y el paso de Pajazo en el Cabriel eran los focos principales de bandoleros que aprovechaban lo abrupto de las sierras y las oquedades de la roca para asaltar de improviso a los viajeros, comerciantes y trajinantes.

La fragosa, extensa y despoblada Derrubiada requenense y venturreña era también lugar predilecto de bandidaje y asaltadores de caminantes. Así, Requena e Iniesta firmaron una concordia en 1407 con un capítulo directamente dedicado a malhechores, ladrones y homicidas de ambas márgenes del río Cabriel y a las personas que quemaban mieses o talaban viñas y árboles para que no fueran amparados por ninguna de ambas villas, sino que fueran perseguidos de una manera activa, apresados y entregados a la justicia de dónde hubieran cometido delito, ya fuera Requena o Iniesta.

Asimismo, los documentos del XVI y XVII nos aportan numerosas noticias sobre bandoleros que llegaron a ser un verdadero problema que llevó de cabeza al corregidor de Requena.

La frontera con el reino de Valencia y concretamente con Cofrentes, la Baronía de Cortes de Pallás y el Condado de Buñol era de gran conflictividad debido a los numerosos salteadores que infestaban la raya. En 1546, el Concejo de Requena envió a los mojones fronterizos a seis hombres de a pie con arcabuces y ballestas de los caballeros del cabildo, pues los moriscos estaban realizando asaltos, hurtos y toma de cautivos en los lindes. A continuación, también enviaron una carta en mano al duque de Calabria, virrey de Valencia, sobre la necesidad de dar seguridad al camino de Valencia a Castilla debido a que los moriscos estaban salteando y capturando hombres.

Pero en la segunda mitad del siglo XVI, el fenómeno del bandolerismo se recrudeció con dos factores nuevos: la difusión de las armas de fuego llamadas “pedreñales” y la eclosión del bandolerismo morisco valenciano que estudiaron el activo archivero vinarocense Urzainqui y el historiador Jorge Catalá y cuyas repercusiones dejan meridianamente claras las actas del Concejo de Requena y sus libros de cuentas.

Entre 1585 y 1587, el Concejo de Requena destinó unas buenas cantidades de reales contra el bandolerismo. 13.600 maravedíes le pagaron al tendero Ruti por la pólvora y el plomo utilizados contra los forajidos y 17.000 maravedíes más costaron los soldados que corrieron los términos y caminos reales para asegurar la tierra de los bandoleros y salteadores moriscos del Reino de Valencia. Además, estaba el trasiego de cárceles. Con cinco mulas trasladaron en 1587 bandoleros valencianos que estaban presos de Requena a Utiel y en el mismo año ocho requenenses acudieron a la “raya del rey valenciano” a acompañar a un alguacil que de Valencia llevó a la cárcel de Requena a cuatro bandoleros. Cuando se persigue a malandrines, también hay que hacer un refrigerio (“en todos los trabajos se fuma”), así que 1.581 maravedíes gastó el procurador síndico requenense Gil Hernández en darle de comer a su gente en Venta Gaeta (antigua “Venta Galleta”, donde se sigue comiendo de maravilla 430 años después) cuando seguía a bandidos.

Pero los momentos más recios fueron a principios del siglo XVII con la gente de infantería que perseguía a los bandoleros hasta la propia raya fronteriza. Tal fue la situación que el 3 de octubre de 1607, el doctor Tejas celebró una Audiencia en Requena contra los bandoleros donde se impusieron unas duras sentencias que diseñaron todo un verdadero teatro callejero ejemplarizante para la vecindad. Violencia legítima del estado la llamó el judaizante ruiceño Pérez García.

A los llamados cristianos nuevos valencianos, uséase moriscos, Carlos Cofrentín, Cacharri, Francisco Castilla, Vicente Castellano Faena, Luis Francisco y Juan, los declaró bandoleros públicos y culpables, y debido a su “contumacia y rebeldía”, los condenó a ser paseados por las calles con bestias de albarda (de carga), con soga al cuello, a voz de pregonero haciendo saber sus delitos y, además, debían ser trasladados a la plaza de la villa de Requena donde estaba preparada la horca. Ahí se les ahorcaba para que “mueran naturalmente” (¿cómo se muere naturalmente en la horca?) y después se descuartizaban y los cuartos humanos resultantes se disponían en cuatro caminos y las cabezas en la picota para exhibición general y como medida disuasoria (¡y vaya que disuadía!). Para más inri, se les condenaba en costas por si la pena pareciera leve.

A Pedro Martínez, Gonzalo Celda alpargatero y Alonso Carcazel se les condenó a ser llevados a la cárcel real atados en bestias de albarda, desnudos de cintura para arriba, con propina de cien azotes por barba y destinados por diez años como galeotes al remo y sin sueldo, excepto Carcazel que se quedó con cuatro años. Condenarte a galeras era lo mismo que la muerte en vida, pues era durísimo y muchos fallecían antes de cumplir toda la pena.

Pero los malvados no sólo venían del Reino de Valencia, sino que teníamos nuestros propios bandoleros locales que aprovechaban las inseguridades legales fronterizas para realizar desmanes, refugiándose en reino diferente del que habían cometido atropello para no ser perseguidos. Así, los requenenses Núñez y Gallego liquidaron a un morisco de Turís en 1589. En 1607, el requenense Martín Muñoz fue declarado bandolero público, apresado, atado a cola de caballo, arrastrado por las calles públicas con pregón a viva voz de su delito público, “ahorcado del pescuezo” hasta la mal llamada “muerte natural”, descuartizado, puesto en caminos públicos los despojos, con cabeza en la picota y todo el sangriento ritual restante que les ahorro. Finalmente, en el mismo proceso, se condenó con agravantes de contumacia y rebeldía al requenense Juan Martínez Contento (yo creo que el segundo apellido se le iba a borrar in perpetuum) a ser encarcelado, paseado en una bestia de albarda desnudo de la cintura arriba, al pregón de sus delitos por las calles acostumbradas, a propinarle doscientos azotes y destino de diez años a remo de galeras sin sueldo. A pesar de jugar en casa, no tuvieron mucha piedad con los requenenses.

Pero no puede haber penas de muerte sin sus verdugos que tan certeramente retrató Basilio Martín Patiño en “Queridísimos verdugos” y de forma hilarante, a la par de trágica, José Luis García Berlanga en “El verdugo”. No era fácil encontrar ejecutores de penas, pues aunque eran meros brazos de la ley, su cometido solía dar cargos de conciencia. Un investigador relataba a un programa radiofónico como muchos verdugos se entonaban con alcohol antes de iniciar su cruento trabajo. Eran generalmente tipos asociales y de pocos amigos. En 1617, el verdugo se lo trajo Requena de la villa de Moya con el fin de azotar pertinentemente a Juan de Casanova, ladrón de profesión y afición. 685 reales (23.290 maravedíes) costó en 1624 ahorcar al cuatrero Miguel Martínez y, en 1629, Requena se gastó 436 reales del ala por gastos en seguimiento de bandoleros y el salario de un verdugo que dio tormento a dos ladrones.

De muchos bandoleros se podría hablar, como otros condenados a galeras reales en la referida Audiencia de 1607: Pedro Martínez, Gonzalo Celda, Alonso Carcajes, Julián Martínez, Alonso Martínez (criado de La Pastora) y Lorenzo de la Cárcel, hijo de la susodicha Pastora. La partida de Cholvi que había ahorcado hacia 1648 al escribano de Paiporta; Abraix de Chiva (autodenominado “señor de las Cabrillas”), Juan Bautista Sierra (que quién sabe si ha tenido un descendiente periodista), el Portugués o el Cazoleto. Pedro del Carpio fue ahorcado hacia 1648 tras haber asesinado a un fraile trinatario; pero, eso sí, su dolorida viuda le instituyó al bandido una misa perpetua (no sé si la perpetuidad de la misa logró lavar el crimen y que san Pedro le abriera las puertas). En ese mismo año de 1648 fue avistada una partida de ocho a diez bandoleros por Camporrobles. En 1787, Juan Soto “el Requenario” fue ahorcado en la plaza del mercado de Valencia según el cronista Bernabéu.

Hasta los miqueletes austracistas valencianos tras su debacle de Almansa de 1707 fueron tratados como tales bandoleros, por no alargarnos a las partidas carlistas. Los Voluntarios Realistas del XIX combatieron a los bandidos apostados en las Cabrillas y la Derrubiada y así fue como se dio muerte en Pino Ramudo al bandolero Vicente Pardo o como en 1829 fue ahorcado el Cojo Riera y su mano clavada en lo alto del rollo o picota de Requena.

El cronista utielano Martínez Ortiz nos relató la muerte del temible “Rodero de Garaballa” que fue acribillado en Utiel por guardas cuando se dirigía por mor de una emboscada a la “Casa de las Golfas”. Su cuerpo fue exhibido en la plaza de la villa en una mesa de matanza de gorrinos. Mal final tuvieron también el “Torisano Joven” (a los chiquillos se les asustaba con “¡Qué viene el Torisano!”) que murió en el Pico Ranera y el “Siempre novio”, rodero utielano, que de guarda de campo mutó en homicida de molinero y violador y que fue aniquilado en la vega de Las Casas de Utiel.

En 1819, desde Venta del Moro se seguían quejando de una Derrubiada “albergue de malhechores y animales nocivos” donde “se ocultan semejantes facinerosos para cometer tan atroces crímenes” y la necesidad de “su persecución, castigo y exterminio”, que la justicia de Requena por su lejanía no procuraba.

Y lo malo de todo ello es que recientes circunstancias me recuerdan que lo de los bandidos no ha acabado (ni mucho menos), pero que de románticos nada de nada.

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