Requena (15/04/19). Los combativos requenenses. // Víctor Manuel Galán Tendero.
El enérgico galope de los jinetes contra los enemigos, que conocemos como la carga de caballería, ha sido el anhelo de generaciones y generaciones de soldados montados. A comienzos de la II Guerra Mundial, los lanceros polacos cargaron valientemente contra las fuerzas mecanizadas del Tercer Reich, como si todavía estuvieran en los tiempos napoleónicos. Las fuerzas estadounidenses que irrumpieron en el México de 1917 en busca de Pancho Villa, desearon llevarla a cabo, en vísperas de trasladarse al Frente Occidental de Francia, surcado por las trincheras.
La épica de la galopada caballeresca terminó muchas veces en sonados fracasos, más allá de la Polonia de 1939. Las brillantes fuerzas montadas alemanas, francesas y castellanas encajaron terribles derrotas ante bien dispuestas unidades de infantería durante la Baja Edad Media. En el reino de Nápoles, el Gran Capitán puso de manifiesto los puntos débiles de los temibles jinetes franceses.
De salir con vida caballero y corcel del choque, el apresamiento era su destino: el caballo como botín de guerra y el jinete en calidad de valioso rehén por el que exigir un jugoso rescate. Al fin y al cabo, la posesión de un caballo se vinculaba estrechamente al nivel de riqueza. Semejante riesgo era un gaje de la dedicación guerrera, que a cambio ofrecía ganar nombradía y bienes materiales.
Los jinetes de los concejos de Requena y Utiel sabían muy bien lo que ello significaba. Habían escuchado de mozos las andanzas de sus mayores contra los musulmanes, en una prestigiada saga familiar. A escasos kilómetros se extendía la frontera con el reino de Valencia, cuando todavía los monarcas de Aragón eran enemigos de los suyos en numerosas ocasiones. En 1449, las turbulencias desatadas por los infantes de Aragón movieron nuevamente a la guerra a los pueblos de Hispania.
El 10 de enero de aquel año irrumpió en tierras castellanas una fuerza aragonesa de ciento noventa jinetes y quinientos peones al mando del hijo del vizconde de Chelva. Cabalgaron por las riberas del Jorquera y apresaron unas 12.000 cabezas de ganado menor. Aunque se inscribía en un enfrentamiento de mayores dimensiones, la incursión adoptaba la forma usual de captura de botín.
Cuando llegó la noticia de la misma, requenenses y utielanos unieron fuerzas para atajar al vecino aristócrata y privarle de lo tomado. Entre unos y otros sumaron noventa jinetes y cuatrocientos peones: menos que su rival, pero suficientes para plantar cara. Bien podemos decir que ambas villas habían movilizado lo más granado de sus huestes municipales.
Avisados del peligro, los aragoneses se acogieron a un cerro, de localización incierta, y enviaron a decirles que la cabalgada no se había cebado sobre bienes de ellos, que los dejaran marchar como si de un asunto particular se tratara, sin más.
Los castellanos disputaron entre sí acerca de lo más oportuno. A los más prudentes, que avisaron de la fortaleza de la posición de un enemigo más numeroso, opusieron sus bríos los más aguerridos u orgullosos, no identificados por la Crónica del halconero de Juan II. Al igual que en 1385 en Aljubarrota ante los portugueses, la audacia perdió a los castellanos finalmente.
Cargaron cuesta arriba sin buen orden, pues carecían de un capitán común. La coalición no había dado pie a un mando unificado que impusiera disciplina a los más individualistas. Los aragoneses los vencieron. Mataron a veintisiete de sus contrarios y apresaron a setenta de los mejores, aquellos de los que sacar buenos dineros a cambio de su rescate. La caballería de Requena y Utiel se resentiría de ello en los siguientes años. Armas y caballos de los vencidos pasaron a engrosar el botín de los vencedores, que tanto fruto lograron de la osadía de una carga.
Fuente.
Pedro Carrillo de Huete, Crónica del halconero de Juan II. Edición y estudio de Juan de Mata, Granada, 2006, Capítulo CCCLXXI, pp. 510-511.