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El emperador romano Marco Aurelio escribió en sus memorias:

“Tras las celebraciones del circo, vinieron las del anfiteatro. El primer espectáculo fue el estreno en la ciudad del ahora conocido como la burla al toro, que es por lo común incruento, ya que ni suele morir el toro ni, por lo general, sufre el luchador daños graves. Tres de los cuatro luchadores saltaron a la arena tan sólo vestidos con un pequeño taparrabos, que ocultaba un protector de sus partes que aumentaba grandemente el tamaño de su virilidad lo que provocaba enormes ovaciones en algunos sectores del público, y unas telas de colores que sostenían con ambas manos. El cuarto se encontraba sobre la jaula del toro clavándole unas pequeñas varillas en el lomo a fin de lograr su irritación, así, al elevar el portón el animal salió con un ímpetu tremendo y se precipitó a enorme velocidad sobre ellos que, cuando estaban a punto de ser arrollados, agitaban sus telas haciendo que el toro las envistiera en su lugar, librándose así de una cornada segura.

El público acogió este engaño al animal con grandes ovaciones. Siguieron durante unos minutos burlando al toro con las telas los cuatro luchadores. El toro comenzó a cansarse mientras ellos realizaban hazañas cada vez más osadas , uno llegó a quedarse de espaldas al toro, con el tronco doblado de forma que su cabeza se encontraba entre sus piernas, y cuando el toro estaba a punto de envestirle realizaba un salto increíble hacia atrás cabalgando sobre el toro y sujetándose en sus cuernos. Continuaron burlándose del pobre toro, un toro lusitano blanco y negro, procedente de Sálmantica, hasta que cayó agotado al suelo, tardando las vacas más de media hora en lograr que se levantara y las acompañara hasta los establos.

El segundo, y último toro, tenía un aspecto terrible y provocó el clamor del público, era un enorme toro peludo y rojizo de descomunal cornamenta que provenía de allende el muro de Adriano. El espectáculo comenzó como el anterior, pero al llegar al punto en el que uno de los luchadores hacía el salto hacia atrás, el toro no se dejó engañar, frenó su carrera y elevó la cabeza cuando se encontraba en el aire su oponente que quedó clavado sobre ambos cuernos , durante unos instantes el toro estuvo paseando su trofeo alrededor del anfiteatro hasta que, completamente desgarrado, cayó el cuerpo a la arena, después se detuvo y comenzó a arrastrar la patas delanteras como si retara al resto de los luchadores, ninguno de ellos se atrevió. El público comenzó a rugir y me vi en la tesitura de nombrar a Rojizo, como se le conoció desde entonces, vencedor de los juegos, pero nadie osó ponerle la hoja de olivo en la cabeza. Desde entonces vive, con una compañera que hubo que traer desde Bretaña, en los establos del anfiteatro Flavio esperando a que alguien se atreva a enfrentarse a él.

Y llegaron los combates de gladiadores, de los que no hay mucho que contar, salvo que dejé a Lucio el privilegio de subir o bajar el pulgar. De cualquier forma lo que sí hice, una vez concluyeron, fue cambiar la legislación, pues era costumbre costear los espectáculos gladiatorios con fondos de las arcas del Estado, cosa que no se correspondía con mi idea de lo que ha de ser el Tesoro Público, y no sólo porque los beneficios siempre acaban en manos privadas.

La reiteración hace las cosas desagradables para los sentidos, y los juegos del anfiteatro me inspiran repugnancia porque siempre se ven las mismas cosas, vana afición a la pompa y a la representación, animales salvajes, luchas con lanza y espada, huesos para los perros, migajas de carne para las ratas y títeres movidos por extraños hilos. Si la reiteración fuera por otro motivo sería desagradable, pero la del anfiteatro es repugnante, quizá ocurra lo mismo con otras cosas humanas, incluso con todas las cosas humanas, sin solución. ¿Conviene presenciarlo todo sin rebeldía?, ¿hasta cuándo pues?.”

Marco Aurelio murió en el año 180. Considerando lo que escribió, no puedo evitar pensar qué poco hemos mejorado las personas, en algunas cosas, en dos mil años.

J. Montés.

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