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Me gusta caminar. Andar. Mover los pies alternativamente uno delante del otro. Suelo hacerlo mucho en Valencia, donde vivo la mayor parte del año, pero allí es más bien una cuestión de necesidad si es que no te quieres someter al tormento del transporte público ni conducir inmerso en el caos circulatorio de la gran ciudad.

Pero todo eso cambia cuando vengo a Requena.

Me gusta salir a pasear por los alrededores de nuestro pueblo.

“Eh, llámalo “ciudad –se quejarán algunos-, ¿es que aún no te has dado cuenta de su número de habitantes o de los servicios que estos tienen a su disposición”.

Lo siento, pero no puedo hacerlo; porque entonces tendría la impresión de estar adjudicándole toda una serie de connotaciones negativas que mi viciado subconsciente asocia siempre al término “ciudad”.

Pero corrijamos la trayectoria de esta especie de alegato. Como digo, me gusta recorrer nuestros caminos, admirar nuestros paisajes, respirar el aroma de nuestros montes. Es una actividad poco dificultosa y muy recomendable para nuestra salud física y mental. Si el día no se presta para una caminata de “largo recorrido” me resulta muy fácil subir hasta la Loma tomando el camino que parte del Puente de Piedra, pasear junto a su extensa pinada, bajar luego hasta el boscoso cráter que es ahora el estanque de Rozaleme, continuar camino hasta el Convento de San Francisco (de nuevo en la Loma), y regresar al núcleo urbano bajando por el puente que hasta allí conduce flanqueado por sus altos y frondosos pinos. Parece que suena bien, ¿verdad?

Pero quien se haya formado una imagen bucólica de dicho recorrido es que no conoce los lugares mencionados o hace tiempo que no pasa por ellos.

Quien se acerque hasta la pinada de la Loma descubrirá, aparte de alguna ardilla que se busca la vida como puede, que el suelo donde se asienta la arboleda está sembrado de desperdicios de todas las especies, escombros, latas de cerveza, ropa vieja, plásticos, botellas de cristal, televisores y toda clase de cachivaches que el lector –cual aventajado concursante del “Un, Dos, Tres…”- sea capaz de imaginar y enumerar. Sorprendente resulta que hasta la fecha no nos hayamos vistos privados de este magnífico pulmón verde, el más próximo a nuestra población, si no consideramos que forma parte de la misma, devorado por algún devastador incendio con origen en tan lamentable estado de abandono. Y si han subido hasta allí, aprovechen para echar un vistazo al espacio que se abre a la parte de atrás del “Hospital” y cuenten la cantidad de latas de cerveza y botellas vacías de bebidas alcohólicas que duermen el sueño eterno entre los pinos. Y, ya puestos, cuando bajen y crucen por el puente que conduce a la avenida del Capitán Gadea, vuelvan a mirar entre los pinos que crecen en los terraplenes laterales: descubrirán más latas de cerveza y basura. Claro, que a estas alturas ya es imposible sorprenderse.

Parafraseando a la protagonista femenina de “Indiana Jones y el Templo Maldito” cuando iba a ser sacrificada en un sangriento ritual: “No voy a poder hablar bien de este sitio”.

Cuando paso por allí –y lo hago a menudo a pesar de todo-, siento una enorme pena, y sobre todo una enorme vergüenza, la misma que no sienten los ciudadanos –a estos sí que los llamo así- que allí arrojan sus desperdicios convirtiendo el lugar en un vertedero ni las autoridades que lo consienten y no le ponen remedio. Pues los primeros, con su desidia y ausencia de escrúpulos, contribuyen a la degradación medioambiental de unos espacios que, con la debida atención y cuidado de las segundas, podrían conservarse para el disfrute y esparcimiento de todos aquellos que, definitiva, constituyen ese electorado del que tanto dependen.

Jose Luis Arroyo Argudo
10 de agosto de 2015

    

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