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Requena (09/07/25)-  Fernando Moya Muñoz, Presidente del Centro de Estudios Requenenses

En una sociedad como la actual, el tema de la muerte está relegado a algo secundario, como apartado de forma aséptica. En un mundo donde prima la inmediatez y el disfrute, el culto al cuerpo y a la juventud, lo material prima sobre otras cosas, por la tanto, la vejez y la muerte no son muy populares, pero si hay algo certero en esta vida es que la muerte a todos nos alcanza. Decía nuestro añorado Rafa Muñoz con ese saber él tenía: «se necesitan unos minutos para nacer y toda una vida para morir».

Pero no siempre ha sido así, en otras épocas la sociedad estaba muy condicionada por una mentalidad más religiosa. Con la esperanza de vida más corta, las epidemias muy frecuentes y una calidad de vida que dejaba bastante que desear, nuestros antepasados tenían muy presente el tema de la muerte, sobre todo porque formaba parte de lo cotidiano. Era muy importante estar preparado para ese último momento. La educación religiosa y las estructuras sociales hacían que la gente se preocupara de morir en gracia de Dios, para así tener asegurada la paz eterna y un sitio entre los elegidos acorde con las enseñanzas de la Iglesia Católica. Según la época, podemos encontrar variantes importantes en lo referente a los ritos funerarios de la comarca.

En este rito de paso, el último, había dos partes muy importantes. Por un lado, la preparación en vida de lo relativo a la propia muerte, su puesta en escena y sus rituales. Por otro lado, lo concerniente al después, o sea, qué había dejar preparado para cuando uno ya estuviese muerto. En ambos casos, no solo el propio individuo era el protagonista, sino que a la familia y allegados se les asignaba un papel fundamental. En ambas fases existían unos elementos supersticiosos ampliamente arraigados en la población que siempre se respetaban, cuyo estudio nos dice mucho de la mentalidad y de la sociedad que los practicaba y que eran admitidas por la Iglesia, principal beneficiaria.

El mayor cambio en las costumbres funerarias fue con la prohibición de inhumar en las iglesias y construcción de los primeros camposantos o cementerios a principios del siglo XIX. Cambiarán rituales que se realizaban directamente sobre la sepultura en el interior del templo, como eran las ofrendas de cera o el añal, que consistía en una ofrenda periódica durante un año. A veces el añal era una olleta o guiso de garbanzos del que poco podía aprovecharse el muerto, más bien el cura de turno. Prácticas como ésta eran muy habituales y criticadas por la inquisición conquense ya en el siglo XVI, pero aún las tenemos documentadas en nuestra tierra en el XVIII.

Una superstición comarcana era que cuando en una casa se estaban elaborando unas gachas y se tocaba a muerto, inmediatamente se tenía que tirar la comida, pues podía acercarse el finado o su alma a remover el guiso, que era considerado comida de difuntos. El tema de la muerte se tenía muy presente y existían estructuras eclesiásticas y sociales que se encargaban de recordarlo, como las ánimas benditas y todo lo que se relacionaba con ellas. El culto a las ánimas o almas de los familiares difuntos era tremendamente importante, pues cumplir con las obligaciones pertinentes dependía de que pasasen del purgatorio al cielo. Esto generó cofradías de ánimas, presentes en todas nuestras poblaciones, que tenían como finalidad recoger dinero para sufragar misas y la cera que se les ofrecía. Incluso también tenía su carácter festivo, ya que se realizaban subastas y bailes de ánimas

Para artículo aparte queda el tema de las campanadas a difunto que en cada localidad de la comarca se realiza de manera diferente, tal como quedó grabado en el Archivo Audiovisual de Fermín Pardo, y, además, discriminando si es por fallecimiento de un hombre, mujer o niño. Por no hablar del trámite del pésame en que en cada población se realiza también de manera distinta: dentro o fuera de la Iglesia, separándose mujeres de hombres o no, etc.

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